“(…) para actuar, para
modificar la Historia, es preciso ensuciarse las manos;
el alma limpia de los
puros sólo produce esterilidad y
favorece el triunfo de
los enemigos.”.
“Las manos sucias”,
Jean - Paul Sartre.
Curiosamente muchos intelectuales siempre han sentido una rara
y poderosa atracción por el poder. Encantados con él, conspiran en su favor,
buscando en los hombres “prácticos” los instrumentadores de ideal soñado. A menudo
buscan y llaman al hombre de acción, algún brazo temporal, algún salvador que ejecute
su orden quimérico.
Así, Platón consideró, ilusoriamente, que podría modelar a
los tiranos de Siracusa a su particular visión de la república y el rol del
gobierno, buscando su “rey filósofo”. En las sentinas de Nápoles, el domínico
Campanella soñó con la La Ciudad del Sol
presidida por un Supremo metafísico. Hegel
fue designado “primer filósofo oficial” para servir a Federico Guillermo de Prusia
en el período de la “restauración” feudal que siguió a las guerras
napoleónicas. Martin Heidegger cayó en
el mismo error cuando se creyó capaz de imponer su visión de Alemania al
incipiente régimen de Hitler. Su quimera no duró más que un año. Cuenta la
anécdota que cuando retomó la enseñanza universitaria tras su vergonzoso
periodo como rector nazi de la universidad de Friburgo, un colega ahora
olvidado, para ahondar en el oprobio, le preguntó sarcásticamente: "¿De vuelta de Siracusa?"
Jean-Paul Sartre fue, en los años que siguieron a la Segunda
Guerra Mundial, quien mejor ejemplificó la noción del “intelectual
comprometido”. Su compromiso lo llevó a ignorar los
crímenes de Stalin y a justificar atrocidades como la invasión soviética a
Hungría y el gulag, de las que más tarde se arrepintió. Su célebre polémica con
Albert Camus fue, precisamente, acerca de la naturaleza del compromiso.
En la Argentina, partir de los años 50, los intelectuales,
especialmente los de izquierda, han buscado ocupar un lugar frente a los
fenómenos políticos. Y muchos son los que han elegido tomar el camino de
Sartre. No ya en el sentido de la discusión marxista, ya que hubo en esa
controversia algo más trascendental, que iba más allá de las circunstancias,
algo más profundo que todavía está en discusión y que persigue a todo ciudadano
en la vida cotidiana. ¿Es posible apoyar incondicionalmente un gobierno sin
ensuciarse las manos, sin entrar en compromisos? En aras de los resultados
concretos, ¿se debe guardar silencio sobre los errores cometidos dentro de la estructura
de un partido o gobierno que se defiende, y sobre los hechos de corrupción que
parecen ser una secuela inevitable de todo populismo? O, por el contrario, ¿la
única manera de hacer la vida humana más humana es denunciar todas las
violaciones que se cometen contra los derechos de nuestros semejantes, tal como
lo planteó Camus?.
En estos términos planteó Ricardo Forster, el filósofo de
Carta Abierta, en su nota de Página 12 (Acá) una nueva defensa del general Milani. Como
una obstinación verticalista, plantea de un modo abierto el dilema de lo que
podríamos llamar “la izquierda kirchnerista”: confiar en la “fuerza” y “sapiencia”
de Cristina o tomar posición autónoma frente a los desmadres y el autismo
político que están terminando de erosionar toda la legitimidad del gobierno.
La conclusión a que llega la densa retórica del “filósofo”
es que el caso Milani no es tan central, tan importante, tan significativo,
como para que la izquierda rompa su alianza con el gobierno, a cuya líder se encomienda
en términos personales. Casi mesiánicos.
Plantea una especie de llamado al realismo político, de que
hay que cerrar filas frente a los “enemigos”, parafraseando explícitamente nada
más y nada menos que al politólogo nazi Carl Schmith.
Criticar, reprender, señalar errores, siquiera dudar, es
aproximarse excesivamente a una posición de herejía. La renuncia al pensamiento
crítico es la carta de afiliación al kirchnerismo. ¿Dónde quedó la complacencia
por las movilizaciones? Cualquier marcha ciudadana hoy genera el patetismo del
fantasma de la desestabilización. El relato comienza su última etapa: la
descomposición final frente a la realidad ineludible.
Sin dudas que en el juicio de la historia, estará Camus observándoles
que el alineamiento incondicional, el apoyo incuestionable, el talibanismo político, no solo
es un camino sin retorno; sino también inmoral.
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