lunes, 6 de enero de 2014

Las manos sucias

“(…) para actuar, para modificar la Historia, es preciso ensuciarse las manos;
el alma limpia de los puros sólo produce esterilidad y
favorece el triunfo de los enemigos.”.
“Las manos sucias”, Jean - Paul Sartre.
Curiosamente muchos intelectuales siempre han sentido una rara y poderosa atracción por el poder. Encantados con él, conspiran en su favor, buscando en los hombres “prácticos” los instrumentadores de ideal soñado. A menudo buscan y llaman al hombre de acción, algún brazo temporal, algún salvador que ejecute su orden quimérico.

Así, Platón consideró, ilusoriamente, que podría modelar a los tiranos de Siracusa a su particular visión de la república y el rol del gobierno, buscando su “rey filósofo”. En las sentinas de Nápoles, el domínico Campanella soñó con la La Ciudad del Sol presidida por un Supremo metafísico. Hegel fue designado “primer filósofo oficial” para servir a Federico Guillermo de Prusia en el período de la “restauración” feudal que siguió a las guerras napoleónicas.  Martin Heidegger cayó en el mismo error cuando se creyó capaz de imponer su visión de Alemania al incipiente régimen de Hitler. Su quimera no duró más que un año. Cuenta la anécdota que cuando retomó la enseñanza universitaria tras su vergonzoso periodo como rector nazi de la universidad de Friburgo, un colega ahora olvidado, para ahondar en el oprobio, le preguntó sarcásticamente: "¿De vuelta de Siracusa?"

Jean-Paul Sartre fue, en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, quien mejor ejemplificó la noción del “intelectual comprometido”. Su compromiso lo llevó a ignorar los crímenes de Stalin y a justificar atrocidades como la invasión soviética a Hungría y el gulag, de las que más tarde se arrepintió. Su célebre polémica con Albert Camus fue, precisamente, acerca de la naturaleza del compromiso.

En la Argentina, partir de los años 50, los intelectuales, especialmente los de izquierda, han buscado ocupar un lugar frente a los fenómenos políticos. Y muchos son los que han elegido tomar el camino de Sartre. No ya en el sentido de la discusión marxista, ya que hubo en esa controversia algo más trascendental, que iba más allá de las circunstancias, algo más profundo que todavía está en discusión y que persigue a todo ciudadano en la vida cotidiana. ¿Es posible apoyar incondicionalmente un gobierno sin ensuciarse las manos, sin entrar en compromisos? En aras de los resultados concretos, ¿se debe guardar silencio sobre los errores cometidos dentro de la estructura de un partido o gobierno que se defiende, y sobre los hechos de corrupción que parecen ser una secuela inevitable de todo populismo? O, por el contrario, ¿la única manera de hacer la vida humana más humana es denunciar todas las violaciones que se cometen contra los derechos de nuestros semejantes, tal como lo planteó Camus?.

En estos términos planteó Ricardo Forster, el filósofo de Carta Abierta, en su nota de Página 12 (Acá) una nueva defensa del general Milani. Como una obstinación verticalista, plantea de un modo abierto el dilema de lo que podríamos llamar “la izquierda kirchnerista”: confiar en la “fuerza” y “sapiencia” de Cristina o tomar posición autónoma frente a los desmadres y el autismo político que están terminando de erosionar toda la legitimidad del gobierno.

La conclusión a que llega la densa retórica del “filósofo” es que el caso Milani no es tan central, tan importante, tan significativo, como para que la izquierda rompa su alianza con el gobierno, a cuya líder se encomienda en términos personales. Casi mesiánicos.

Plantea una especie de llamado al realismo político, de que hay que cerrar filas frente a los “enemigos”, parafraseando explícitamente nada más y nada menos que al politólogo nazi Carl Schmith.

Criticar, reprender, señalar errores, siquiera dudar, es aproximarse excesivamente a una posición de herejía. La renuncia al pensamiento crítico es la carta de afiliación al kirchnerismo. ¿Dónde quedó la complacencia por las movilizaciones? Cualquier marcha ciudadana hoy genera el patetismo del fantasma de la desestabilización. El relato comienza su última etapa: la descomposición final frente a la realidad ineludible.

 Fue en el curso de esta misión redentora, que algunos intelectuales que obraron de relatores cambiaron el sentido crítico por la obsecuencia, la rebeldía por la docilidad, la dignidad por la defensa irrestricta del poder, todo en nombre de una presunta lucha ideológica.

 Con los aires propios de una superioridad liberadora intentaron que todos ignoren la realidad inventando gigantes de barro que se fueron desmoronando a medida que transcurría el tiempo.

 Como el Raskolnikov de Dovstoyevsky, también ellos se creen “superhombres” que están por encima de lo vulgar, lo chabacano, y se arrogan la amoralidad del genio, aplicando a su favor la moral del Estado, sacrificando la moral del individuo. “Por un solo crimen, ¡Cuántas buenas acciones no habría podido realizar!” exclama su justificación el personaje ruso en Crimen y Castigo.

 Este pensamiento mezquino sintetiza los peores vicios de un sector que durante años fue la vanguardia frente al avance de la corrupción, la arbitrariedad y la prepotencia del poder. Y que ahora, en defensa del poder, han terminado con Las manos sucias, adoptando el negacionismo, el relativismo moral y el verticalismo más reaccionario.

Sin dudas que en el juicio de la historia, estará Camus observándoles que el alineamiento incondicional, el apoyo incuestionable, el  talibanismo político, no solo es un camino sin retorno; sino también inmoral.

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