¿Estados? ¿Qué es eso?
¡Pues bien, abrid los oídos!
¡Voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los
pueblos!
Estado es el nombre
que se da al más frío de todos los monstruos fríos.
El Estado miente con toda
frialdad y de su boca sale esta mentira:
“Yo, el Estado, soy el pueblo”.
Friedrich Nietzsche, “Así
habló Así habló Zarathustra”.
Él texto que dejamos a continuación, muy en línea en su interpretación
histórico-política con Bertrand de Jouvenel, nos muestra al poder como fuerza
motriz humana que impulsa al hombre en la historia. Del impulso individual del
hombre primitivo para hacer más seguro su entorno se progresa a una realización
más óptima, que se plasma en un conjunto de normas y conductas que constituyen
la dimensión social del poder y en la que el hombre, para Ortega, se encuentra
perdido, alterado, como en la selva original.
Del poder como impulso de dominio, entonces,
se evoluciona al poder social en la que se comprueba el dominio creciente sobre
el individuo en esferas cada vez más amplias de su vida cotidiana. Ésta preocupación
sobre la intromisión del poder social sobre la intimidad personal es
preocupación ya de toda la generación de intelectuales liberales pos revolución
industrial, como Stuart Mill y Spencer. Ortega verá comprobada y perfeccionada
ésta tesis de dominación en los movimientos autoritarios emergentes a partir de
los años 20, y del cuál España fue una de las principales víctimas.
No es casualidad la comparación con el Estado
absoluto que hace nuestro pensador. Pues ¿“que era el Estado a fines del siglo
XVIII en todas las naciones europeas” en comparación con el Estado Moderno? ¿Qué es una Corte Real de 50 u 80 personas
frente al gigantesco número de funcionarios que comprenden un solo ministerio
presidencial? Si, como dice Jouvenel, ni el mismísimo Luis XIV tenía una policía
administrativa a su disposición como tiene cualquier presidencialismo actual.
Del texto resulta patente la predilección de Ortega
y Gasset de resistir todo abuso de estatificación de la sociedad para no
precipitarse en el abismo de las dictaduras. Pues para él, como para Hobbes dos
siglos antes, no hay poder sobre la Tierra que se parezca al Leviatán.
Texto extraído de la Rebelión de las Masas:
[…] Rememórese lo que
era el Estado a fines del siglo XVIII en todas las naciones europeas. ¡Bien
poca cosa! El primer capitalismo y sus organizaciones industriales, donde por
primera vez triunfa la técnica, la nueva técnica, la racionalizada, habían
producido un primer crecimiento de la sociedad. Una nueva clase social
apareció, más poderosa en número y potencia que las preexistentes: la
burguesía. Esta indina burguesía poseía, ante todo y sobre todo, una cosa:
talento, talento práctico.
Sabía organizar, disciplinar, dar continuidad y
articulación al esfuerzo. En medio de ella, como en un océano, navegaba azarosa
la «nave del Estado». La nave del Estado es una metáfora reinventada por la
burguesía, que se sentía a sí mismo oceánica, omnipotente y encinta de
tormentas. Aquella nave era cosa de nada o poco más: apenas si tenía soldados,
apenas Si tenía burócratas, apenas si tenía dinero. Había sido fabricada en la
Edad Media por una clase de hombres muy distintos de los burgueses: los nobles,
gente admirable por su coraje, por su don de mando, por su sentido de
responsabilidad. Sin ellos no existirían las naciones de Europa. Pero con todas
esas virtudes del corazón, los nobles andaban, han andado siempre, mal de
cabeza. Vivían de la otra víscera. De inteligencia muy limitada, sentimentales,
instintivos, intuitivos; en suma, «irracionales». Por eso no pudieron
desarrollar ninguna técnica, cosa que obliga a la racionalización. No
inventaron la pólvora.
Se fastidiaron. Incapaces de inventar nuevas armas,
dejaron que los burgueses -tomándola de Oriente u otro sitio- utilizaran la
pólvora, y con ello, automáticamente, ganaran la batalla al guerrero noble, al
«caballero», cubierto estúpidamente de hierro, que apenas podía moverse en la
lid, y a quien no se le había ocurrido que el secrete eterno de la guerra no
consiste tanto en los medios de defensa como en los de agresión; secrete que
iba a redescubrir Napoleón. Como el Estado es una técnica -de orden público y
de administración-, el «antiguo régimen» llega a los fines del siglo XVIII con
un Estado debilísimo, azotado de todos lados por una ancha y revuelta sociedad.
La desproporción entre el poder del Estado y el poder social es tal en ese
momento, que, comparando la situación con la vigente en tiempos de Carlomagno,
aparece el Estado del siglo XVIII como una degeneración. El Estado carolingio
era, claro está, mucho menos pudiente que el de Luis XVI; pero, en cambio, la
sociedad que lo rodeaba no tenía fuerza ninguna. El enorme desnivel entre la
fuerza social y la del poder público hizo posible la revolución, las revoluciones
(hasta 1848).
Pero con la revolución
se adueñó del poder público la burguesía y aplicó al Estado sus innegables
virtudes, y en poco más de una generación creó un Estado poderoso, que acabó
con las revoluciones. Desde 1848, es decir, desde que comienza la segunda
generación de gobiernos burgueses, no hay en Europa verdaderas revoluciones. Y
no ciertamente porque no hubiese motives para ellas, sino porque no había
medios. Se niveló el poder público con el poder social. ¡Adios revoluciones
para siempre! Ya no cabe en Europa más que lo contrario: el golpe de Estado. Y
todo lo que con posterioridad pudo darse aires de revolución, no fue más que un
golpe de Estado con máscara.
En nuestro tiempo, el
Estado ha llegado a ser una máquina formidable que funciona prodigiosamente, de
una maravillosa eficiencia por la cantidad y precisión de sus medios. Plantada
en medio de la sociedad, basta con tocar un resorte para que actúen sus enormes
palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social.
El Estado
contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización. Y es muy
interesante, es revelador, percatarse de la actitud que ante él adopta el
hombre-masa. Éste lo ve, lo admira, sabe que está ahí, asegurando su vida; pero
no tiene conciencia de que es una creación humana inventada por ciertos hombres
y sostenida por ciertas virtudes y supuestos que hubo ayer en los hombres y que
puede evaporarse mañana. Por otra parte, el hombre-masa ve en el Estado un
poder anónimo, y como él se siente a sí mismo anónimo -vulgo-, cree que el
Estado es cosa suya. Imagínese que sobreviene en la vida pública de un país
cualquiera dificultad, conflicto o problema: el hombre-masa tenderá a exigir
que inmediatamente lo asuma el Estado, que se encargue directamente de
resolverlo con sus gigantescos e incontrastables medios.
Este es el mayor
peligro que hoy amenaza a la civilización: la estatifícación de la vida, el
intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el
Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva
sostiene, nutre y empuja los destinos humanos. Cuando la masa siente alguna
desventura o, simplemente, algún fuerte apetito, es una gran tentación para
ella esa permanente y segura posibilidad de conseguir todo -sin esfuerzo,
lucha, duda, ni riesgo- sin mas que tocar el resorte y hacer funcionar la
portentosa máquina. La masa se dice: «El Estado soy yo», lo cual es un perfecto
error. El Estado es la masa sólo en el sentido en que puede decirse de dos
hombres que son idénticos, porque ninguno de los dos se llama Juan. Estado
contemporáneo y masa coinciden sólo en ser anónimos. Pero el caso es que el
hombre-masa cree, en efecto, que él es el Estado, y tenderá cada vez más a
hacerlo funcionar con cualquier pretexto, a aplastar con él toda minoría
creadora que lo perturbe; que lo perturbe en cualquier orden: en política, en
ideas, en industria.
El resultado de esta
tendencia será fatal. La espontaneidad social quedará violentada una vez y otra
por la intervención del Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La
sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la maquina del
gobierno. Y como a la postre no es sino una máquina cuya existencia y
mantenimiento dependen de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado,
después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético,
muerto con esa muerte herrumbrosa de la máquina, mucho más cadavérica que la del
organismo vivo.
Este fue el sino
lamentable de la civilización antigua. No tiene duda que el Estado imperial
creado por los Julios y los Claudios fue una máquina admirable,
incomparablemente superior como artefacto al viejo Estado republicano de las
familias patricias. Pero, curiosa coincidencia, apenas Llegó a su pleno desarrollo,
comienza a decaer el cuerpo social. Ya en los tiempos de los Antoninos (siglo
II) el Estado gravita con una antivital supremacía sobre la sociedad. Esta
empieza a ser esclavizada, a no poder vivir más que en servicio del Estado. La
vida toda se burocratiza. ¿Qué acontece? La burocratización de la vida produce
su mengua absoluta -en todos los órdenes-. La riqueza disminuye y las mujeres
paren poco. Entonces el Estado, para subvenir a sus propias necesidades, fuerza
más la burocratización de la existencia humana. Esta burocratización en segunda
potencia es la militarización de la sociedad. La urgencia mayor del Estado en
su aparato bélico, su ejército. El Estado es, ante todo, productor de seguridad
(la seguridad de que nace el hombre-masa, no se olvide).
Por eso es, ante todo,
ejército. Los Severos, de origen africano, militarizan el mundo. ¡Vana faena!
La miseria aumenta, las matrices son cada vez menos fecundas. Faltan hasta
soldados. Después de los Severos el ejército tiene que ser reclutado entre
extranjeros.
¿Se advierte cuál es
el proceso paradójico y trágico del estatismo? La sociedad, para vivir mejor
ella, crea, como un utensilio, el Estado. Luego, el Estado se sobrepone, y la
sociedad tiene que empezar a vivir para el Estado. Pero, al fin y al cabo, el Estado
se compone aún de los hombres de aquella sociedad. Mas pronto no basta con
éstos para sostener el Estado y hay que llamar a extranjeros: primero,
dálmatas; luego, germanos. Los extranjeros se hacen dueños del Estado, y los
restos de la sociedad, del pueblo inicial, tienen que vivir esclavos de ellos,
de gente con la cual no tiene nada que ver. A esto lleva el intervencionismo
del Estado: el pueblo se convierte en carne y pasta que alimentan el mero
artefacto y máquina que es el Estado. El esqueleto se come la carne en torno a
él. El andamio se hace propietario e inquilino de la casa.
Cuando se sabe esto,
azora un poco oír que Mussolini pregona con ejemplar petulancia, como un
prodigioso descubrimiento hecho ahora en Italia, la fórmula: Todo por el Estado;
nada fuera del Estado; nada contra el Estado. Bastaría esto para descubrir en
el fascismo un típico movimiento de hombre-masa. Mussolini se encontró con un
Estado admirablemente construido -no por él, sino precisamente por las fuerzas
e ideas que él combate: por la democracia liberal-. Él se limita a usarlo
incontinentemente; y sin que yo me permita ahora juzgar el detalle de su obra,
es indiscutible que los resultados obtenidos hasta el presente no pueden
compararse con los logrados en la función política y administrativa por el
Estado liberal. Si algo ha conseguido, es tan menudo, poco visible y nada
sustantivo, que difícilmente equilibra la acumulación de poderes anormales que
le consiente emplear aquella máquina en forma extrema.
El estatismo es la forma
superior que toman la violencia y la acción directa constituidas en norma. Al
través y por medio del Estado, máquina anónima, las masas actúan por sí mismas.
Las naciones europeas
tienen ante sí una etapa de grandes dificultades en su vida interior, problemas
económicos, jurídicos y de orden público sobremanera arduos. ¿Cómo no temer que
bajo el imperio de las masas se encargue el Estado de aplastar la independencia
del individuo, del grupo, y agostar así definitivamente el porvenir?
Un ejemplo concrete de
este mecanismo lo hallamos en uno de los fenómenos más alarmantes de estos
últimos treinta años: el aumento enorme en todos los países de las fuerzas de
Policía. El crecimiento social ha obligado ineludiblemente a ello. Por muy
habitual que nos sea, no debe perder su terrible paradojismo ante nuestro
espíritu el hecho de que la población de una gran urbe actual, para caminar
pacíficamente y acudir a sus negocios, necesita, sin remedio, una Policía que
regule la circulación. Pero es una inocencia de las gentes de «orden» pensar
que estas «fuerzas de orden público», creadas para el orden, se van a contentar
con imponer siempre el que aquéllas quieran. Lo inevitable es que acaben por
definir y decidir ellas el orden que van a imponer -y que será, naturalmente,
el que les convenga.
Conviene que
aprovechemos el roce de esta materia para hacer notar la diferente reacción que
ante una necesidad pública puede sentir una u otra sociedad. Cuando, hacia
1800, la nueva industria comienza a crear un tipo de hombre -el obrero
industrial- más criminoso que los tradicionales, Francia se apresura a crear
una numerosa Policía. Hacia 1810 surge en Inglaterra, por las mismas causas, un
aumento de la criminalidad, y entonces caen los ingleses en la cuenta de que
ellos no tienen Policía. Gobiernan los conservadores. ¿Qué harán? ¿Crearán una
Policía? Nada de eso. Se prefiere aguantar, hasta donde se pueda, el crimen.
«La gente se resigna a hacer su lugar al desorden, considerándolo como rescate
de la libertad.» «En París -escribe John William Ward- tienen una Policía
admirable; pero pagan caras sus ventajas. Prefiero ver que cada tres o cuatro
años se degüella a media docena de hombres en Ratcliffe Road, que estar
sometido a visitas domiciliarias, al espionaje y a todas las maquinaciones de
Fouché». Son dos ideas distintas del Estado. El inglés quiere que el Estado
tenga límites.
La Rebelión de las
Masas, Capítulo XIII – “El mayor peligro, El Estado”, 1937.
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