miércoles, 10 de septiembre de 2014

Sarmiento, un elogio de la locura


“Cuando un ideal se plasma en un alto espíritu,
bastan gotas de tinta para fijarlo en páginas decisivas”.
José Ingenieros







“¡El loco Sarmiento!” gritaban sus enemigos, y el parecía agigantarse aún más bajo el filo de las críticas. La polémica y el debate eran sus armas predilectas. Como en su glorioso Facundo, demasiado indocumentado para ser historia, demasiado realista para ser literatura, le bastaba recurrir a su declamación apasionada para imponer su autoridad.


Se midió y se enfrentó con titanes: Rosas, Urquiza, Alberdi, Mitre, los caudillos, todos sufrieron su marca. Pasado a la eternidad como el padre del aula, su ideal y su gestión fueron cien veces mayor. Su impronta registró todos los rubros: el militar, el literario, el político…


Con defectos, con pasiones, con vehemencia, con la severidad y el rigor que tuvo en las relaciones personales, fue alguien que avizoró y trató de divisar una nueva Argentina que rompiera definitivamente con el atraso, la miseria y los valores coloniales del mundo de su época.


El poeta Nicandro Pereyra dijo de él “su vida fue una epopeya cruzada de ofuscamientos, un sinfín furioso con hambre de luz y libertad”.


Y si la historia del hombre, es la historia de la conquista de la libertad, Domingo Faustino nos da el ejemplo de una vida entera dedicada a pelear por la libertad. Nació públicamente en pugna contra la tiranía y pasó su existencia soñando con la libertad; era el pedestal de sus creencias, de sus fines, de sus ilusiones. Y por eso escribía quejoso desde su exilio en Valparaíso: “Nuestra época es una época de libertad y por tanto de tolerancia; donde no hay tolerancia no hay libertad; donde no se puede salir de los caminos trillados por temor de que le salgan al encuentro bandas de salteadores fanáticos, no hay descubrimiento, no hay progreso”.


Despotricaba contra España y los caudillos porque veía en ellos el absolutismo. Reconocía que podrían llegar a representar, tal vez, una voluntad popular inarticulada, inorgánica, pero toda la autoridad estaba centrada en la persona del caudillo. Condena al caudillismo como un gobierno “sin formas, ni debate”. Su justicia era administrada “sin formalidades de discusión”, ya que la discusión coloca la autoridad fuera de la persona del caudillo. Su gobierno era la creación de su arrogante voluntad.


Imaginó en Argirópolis el país que había que incitar. Dedicado a Urquiza, propuso allí desregular la navegación de los ríos, impulsar la libertad de comercio, construir las mejores escuelas, fomentar la inmigración y tener un gobierno institucional. La Argentina estaba destinada a ser el país más próspero de Latinoamérica y siguiendo el camino forjado por su generación así fue, con virtudes, defectos y contradicciones, hasta la entrada de los años 30.


Impulsor obsesivo de la educación popular, a su regreso de Estados Unidos, y ya como presidente electo, expresó: “Vengo de un país donde la educación lo es todo, y por eso allí hay democracia; y mi programa va a ser tierras y escuelas, es decir darle al gaucho un pedazo de tierra para que la trabaje y escuela para sus hijos”.


Con su modelo de educación, la Argentina llega para 1915 con el 80% de su población alfabetizada, (cuando Sarmiento inicia su presidencia, solo el 20% lo estaba) logro incomparable ante el resto de Latinoamérica y ante países del viejo continente.


Sostenía que había que apegar al hombre a la tierra y al trabajo, fomentar la mediana propiedad. Sin haber ido a la secundaria y la universidad fue un fanático de la ciencia, la tecnología y la innovación. Acompañado de su famoso reproche “¡Alambren, no sean bárbaros!” exhortaba a los productores a modernizarse y diversificar la producción.


En una de sus facetas menos conocidas, sin haber ido a la secundaria y la universidad, tuvo rodaje de jurista debatiendo con Alberdi, discutiendo las primeras tesis constitucionales sobre la intervención federal, el preámbulo, etc; y naturalmente también escribiendo. Dos son sus principales obras jurídicas: "Comentario de la Consitución de la Confederación Argentina" (1853) y "Derecho de ciudadanía en el Estado de Buenos Aires" (1854). Y como si fuera poco intercambiaba nada mas y nada menos que con Joseph Store, miembro de aquella recordada Corte Suprema de EEUU responsable entre otros fallos del histórico “Marbury v. Madison”. Veía su álter ego en Abraham Lincoln, por quien se reflejaba y tenía profunda admiración; en su estadía en USA lo biografió y supo que, al igual que el, aprendió derecho por iniciativa didáctica. "El único modo posible de formar buenos ciudadanos es que la gente común sepa de Derecho", fue uno de los pensamientos que lo guió y que hizo que se transformara en el primer profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Buenos Aires y que una universidad en Estados Unidos lo nombrara Doctor en Leyes Honoris Causa.


Monumento de Sarmiento en la ciudad de Boston, 
Estados Unidos.



Polifacético y enérgico como pocos, fundó clubes, diarios, bibliotecas y escribió sin parar sobre política, historia, derecho, literatura, pedagogía, todo compilado en 52 voluminosos tomos de sus obras completas. Y con esa energía creadora y transformadora presidió su Nación, tormentosa como toda su vida, sin un día de paz y tranquilidad, luchando constantemente contra el asedio de sus adversarios.


Asi y todo, frente a un contexto político turbulento, rodeado de sus más acérrimos calumniadores, Sarmiento fue el primer Presidente Constitucional que logra dejar un sucesor en la presidencia, apostando por el joven Avellaneda de, tan solo entonces, 37 años. Al “loco Sarmiento”, también lo acompañaban el buen calculo y el olfato político, como ya lo había demostrado en su reconciliación con Urquiza.


En 1888, en los albores de un mundo con nuevas transformaciones, a las que no obstante el seguía aportando, tres generaciones enteras le deben su influencia. En la oración fúnebre, Pellegrini fue contundente: “Fue el cerebro más poderoso que haya producido la América".


Cuando entrado el S.XX se intentó “homogeneizar” a los hijos de los inmigrantes mediante una enseñanza vetusta, antigua y tradicional, volvió el dogmatismo bajo la forma de un patriotismo mal entendido, que fomentó aventuras absurdas que buscaban eliminar el espíritu científico, entre otras cosas. El auge del sentimiento nacionalista y antiliberal (en sus versiones de izquierda y derecha) demonizó a las generaciones del 37 y 80 y Sarmiento fue, naturalmente, su principal blanco.


Y así fue que al hombre que logró alfabetizar la República pasó a ser catalogado de “antipopular”, “genocida”, “anti-argentino” y otros anacronismos varios que solo pueden provenir de revisionistas de segunda mano. El fervor anti-Sarmiento llegó a ser tan absurdo y ridículo que en 1978 el gobierno de la provincia de Neuquén prohibió la lectura del sanjuanino en sus escuelas.


Pero pese a todo, Sarmiento aún camina, como decía Borges, “día y noche entre los hombres, que le pagan (porque no ha muerto) su jornal de injurias o de veneraciones”. Su legado sigue ahí, vivo, más allá de los fastos, no lo abruman las furiosas críticas de quienes no fueron sus contemporáneos, los insultos, ni los ultrajes, porque basta con ingresar en los vientos del S.XIX para maravillarse con “el loco Sarmiento”, el loco que pensó y actuó para desterrar la decadencia e impulsar el progreso, el loco que, con su obsesivo afán de hacer, llevó la escuela civilizadora a los montes, en medio de estas lacerantes y despedazadas tierras del fin del mundo.




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