“Una de las grandes
dificultades que se oponen
a la marcha
de la sociedad moderna,
es el hábito
por ésta adquirido
de tener
siempre ante los ojos la antigüedad griega y romana”
Fustel de
Coulanges
Existen libros imperecederos, que ocupan un lugar
especial en la biblioteca. Tesoros invaluables que sin embargo pierden su valor
si solo sirven de ostentación. Un clásico de historia es ante todo una
herramienta de fruición y trabajo en la cual se vuelven una y otra vez sobre
ellos.
Y sin duda pertenece a este género “La ciudad antigua. Estudio sobre el culto,
el derecho y las instituciones de Grecia y Roma” del historiador francés
del siglo XIX Numa Denys Fustel de Coulanges (1830 - 1889).
Al escribirla, de Coulanges se propuso, en primer lugar, mostrar los principios y reglas que presidieron el gobierno de Grecia y Roma, ramas de una misma raza, que hablaban idiomas nacidos de una misma lengua, se regían por instituciones de un origen común y vivieron una serie de revoluciones similares. Pero al margen de su admirable labor de investigación, el autor se propone, como finalidad última, poner de manifiesto las diferencias que distinguen esencialmente a aquellos dos grandes pueblos, de las sociedades modernas. "Por haberse observado mal las instituciones de la ciudad antigua -dice-, se ha pensado en resucitarlas entre nosotros. Se ha forjado una idea falsa de la libertad entre los antiguos, y ello ha puesto en peligro la libertad entre los modernos". De ahí su afirmación de que para conocer la verdad sobre aquel pretérito, conviene estudiarlo sin pensar en nuestro presente. Así analizadas, Grecia y Roma se nos aparecen como inimitables y, por ende, como totalmente distintas de las sociedades modernas.
La Patria, tal como la entendían los griegos y los
romanos, era esencial y radicalmente opuesta a lo que por tal entendemos en
nuestros tiempos en las sociedades modernas.
“La Patria tenía al individuo sujeto con un vínculo sagrado; -el ciudadano- debía amarla como se ama a la religión y obedecerla como se obedece a Dios. Debe uno entregarse a ella por comlpeto, dedicarlo todo a ella, consagrándoselo todo. Había que amarla gloriosa y oscura, feliz o desgraciada; amar sus beneficios y hasta sus rigores. Sócrates, condenado sin razón por ella, no estaba dispensado de amarla; había que quererla como Abraham a su Dios, hasta sacrificarle su propio hijo. Era necesario ante todo saber morir por ella; y tanto el griego como el romano no se sentían inclinados a morir por adhesión a un hombre o por punto de honor, pero por la patria daban con gusto la vida, porque atacar a su patria era atacar a su religión”
De esto concluye el célebre historiador que nada había en el individuo que fuese independiente del poder de la polis griega y la civitas romana. La ciudad estaba fundada sobre la religión y constituída como una iglesia y éste era el origen de su omnipotencia, solo comparable a los totalitarismos del S.XX. Y así remata Fustel “En una sociedad fundada y establecidas sobre tales principios NO PODÍA EXISTIR LIBERTAD INDIVIDUAL, porque el ciudadano estaba sometido a la ciudad en todo y sin reserva alguna”. Con éste poder casi sobrehumano mal podría hablarse de democracia o participación popular y tales confusiones se debe mas que nada a autores apologéticos con intenciones por fuera del conocimiento histórico.
“Nada había en el individuo que fuese independiente de este poder. Su cuerpo pertenecía al Estado, y estaba consagrado a su defensa, siendo obligatorio9 el servicio militar en Roma hasta los cincuenta años, en Atenas hasta los sesenta y en Esparta indefinidamente. Su fortuna estaba siempre a disposición del Estado, pudiendo la ciudad, cuando tenía necesidad de dinero, ordenar a las mujeres que entregasen sus joyas; a los acreedores, que le cedieran sus créditos; y a los que tenían olivares que entregasen gratuitamente el aceite que tuviesen almacenado”
Múltiples ejemplos de esta omnipotencia nos revela La ciudad antigua. Así por ejemplo la ley ateniense prohibía al individuo que permaneciese célibe. Esparta castigaba no sólo al que no se casaba, sino también al que lo hacía tarde. El Estado podía prescribir en Atenas el trabajo, en Esparta la ociosidad, y ejercía su supremacía hasta en las cosas más cotidianas como prohibiciones de beber vino puro a todos o solo a las mujeres (Locres y Roma). Era frecuente que la ciudad hasta fijase la forma de los trajes, vestimentas, calzados y hasta el peinado de las mujeres o la barba de los hombres (Esparta).
Más aún hacía notar su omnipotencia en materia
educativa (donde los padres no tenían ninguno derecho sobre sus hijos) y menos carecía
el individuo de libertad para elegir sus creencias. La legislación ateniense
llegaba a castigar hasta a los que dejaban de celebrar religiosamente una
fiesta nacional. La propiedad por su parte no podía enajenarse, ya que venderla
implicaba vender a sus dioses y llevaba como condena andar errante eternamente
en el destierro, sin dioses, bienes, ni protección.
En estas circunstancias, se puede concluir que la personalidad
humana tenía muy poco valor ante la autoridad casi divina de la Patria o el
Estado, quién no solamente protegía al ciudadano sino que también podía
disponer a su albedrío de la vida, los bienes y los intereses de los
gobernados.
La noción de la libertad individual tuvo que esperar
a la gran revolución que trajo el cristianismo en las nociones del hombre, de
Dios, de la familia y de la sociedad para cambiar radical y diametralmente las
bases del sistema. Aunque como denunció Juan Bautista Alberdi “la formación de los Estados
modernos, conservaron o revivieron los cimientos de la civilización pasada y
muerta, no ya en el interés de los Estados mismos, todavía informes, sino en la
majestad de sus gobernantes, en quienes se personificaban la majestad, la omnipotencia
y autoridad de la Patria.”
Fustel de Coulanges, siendo un anti-romántico,
también había dilucidado este panorama en la Francia del S.XIX y en la
formación del Bonapartismo y allí también residía su interés de
diferenciar la libertad moderna de la libertad de los antiguos. "La Ciudad
Antigua”, principal monumento a su memoria, sigue aún hoy editándose y
leyéndose pese a toda justificable crítica, por la claridad conceptual, de estructura
y por la justeza de su expresión.
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