miércoles, 12 de julio de 2017

Orígenes históricos del presidencialismo argentino*

“Dad al poder ejecutivo todo el poder posible,
pero dádselo por medio de una Constitución”.
Juan Bautista Alberdi.

Introducción.
Nos proponemos en el siguiente trabajo dilucidar los orígenes históricos del sistema presidencialista y sus rasgos característicos en la formación constitucional argentina.
Nos serviremos para ello de material referente a la Historia Constitucional Argentina y Norteamericana, como así también al Derecho Constitucional actual; en consecuencia, el método predominante será el de la hermenéutica, consistente en la crítica e interpretación de los textos.

Mas cabe aclarar que el método histórico del análisis del derecho y las instituciones no se limita a la exégesis del texto, sino también de interpretar las condiciones políticas, sociales, y culturales del contexto donde se producen dichas normas.

Concebimos que es de vital importancia un acercamiento a una de las problemáticas más sustanciales y actuales de nuestro engranaje institucional. Su rastreo histórico nos permitirá tener un panorama más completo para vislumbrar la naturaleza del sistema presidencialista argentino, y el por qué de su acrecentamiento.


Desarrollo.
Desde el momento mismo de la Revolución de Mayo y ante el problema de la vacatio regis, el sistema representativo y constitucionalismo inicial comienzan a influir para determinar un camino a seguir.

Refiriéndose al proceso político iniciado en 1810 manifiesta Marcela Ternavasio que “El Río de la Plata fluctuó […] entre mantenerse dentro del marco de la autonomía, declarar la independencia definitiva, e incluso aceptar la sumisión de la metrópoli cuando la revolución parecía perdida” (Ternavasio, 2007, p.15).

La necesidad de garantizar un orden político estable en un contexto de guerras y convulsión, llevó a las elites a plantear diversas propuestas que no lograban consenso entre los pueblos y provincias del Río de la Plata.

Plantea el jurista e historiador uruguayo Alberto Demicheli que el poder ejecutivo argentino nace de un constitucionalismo sui generis, que basado en el presidencialismo típico de Estados Unidos, injertó también algunas instituciones del sistema parlamentario clásico (Demicheli, 1955, T1, p. 15).

Así, una vez consolidados los principios de la Ilustración –sobre todo a partir de la Asamblea del Año XIII- dos grandes corrientes influirán a la hora de diseñar la ingeniería constitucional.

La Revolución Francesa primero, y la Carta española de Cádiz después, ofrecieron rudimentos parlamentarios como la interpelación legislativa, el referendo y la responsabilidad ministerial, que al ser injertados en el tronco presidencialista y representativo rioplatense de influencia norteamericana, dieron por resultado un tipo constitucional intermedio.

De tan encontradas influencias surgirá el constitucionalismo en estas latitudes, recibiendo de Europa la tendencia unitaria y monárquica-parlamentaria representada en sendos proyectos entre 1810 a 1820; y de América del Norte la republicana, presidencialista y federal, siendo José Gervasio Artigas su primer impulsor en las Provincias Unidas del Río de la Plata, consolidándose como propuesta después de la Anarquía del Año XX, para ser finalmente insertada por Juan Bautista Alberdi en la Constitución de 1853.  


Orígenes del Presidencialismo Norteamericano.
Acuciados por graves problemas defensivos sintieron los norteamericanos la imperiosa necesidad de organizar el poder vigoroso capaz de afrontar con rapidez y decisión las contingencias del momento conduciendo eficazmente las relaciones exteriores y la guerra. “La insuficiencia de la confederación para conservar la unión”, exigía con urgencia, “un gobierno enérgico”, que asegurare la defensa común con “un ejército considerable, constantemente a disposición del gobierno nacional”. (Hamilton, Madison y Jay, 2000, p. 63).

“Al definir un buen gobierno –declara Hamilton- uno de los elementos salientes debe ser la energía por parte del ejecutivo, esencial para proteger a la comunidad contra los ataques del exterior […] un ejecutivo débil, significa una ejecución débil de gobierno. Una ejecución débil es una ejecución mala; y un gobierno que ejecuta mal, sea lo que fuere en teoría, en la práctica tiene que ser un mal gobierno […] Seguramente no se discutirá que la unidad tiende a la energía”. (Hamilton, et al, p. 297).

Se llega por este camino, en la reforma norteamericana de 1787, a la creación de un Ejecutivo Presidencial, de tipo representativo, que luego se generaliza extendiéndose a todo el continente; surgiendo así la clásica figura del Presidente de la República, titular del Poder Ejecutivo a término fijo, unipersonal y emergente de un mandato soberano.

Es obvio entonces que en dicho contexto, cuando el constituyente de Filadelfia propone un ejecutivo unipersonal, le atribuye como primera característica la unidad de acción, procurando establecer un fuerte punto de apoyo frente al enemigo exterior: el Primer Magistrado, entonces, debe ser el defensor de los Estados Unidos, a título de supremo comandante de todas las fuerzas de mar y tierra (Constitución de los Estados Unidos de América, art. 2, sección 2).

Su condición de Supremo Generalato se fundamenta en la exigencia de la presencia física de un jefe que asegure eficazmente la cohesión y unidad del Ejército en tiempos de guerra.
“En la dirección de la guerra – señala Hamilton- en que la dirección del ejecutivo constituye el baluarte de la seguridad nacional, habrá que temerlo todo del hecho de que esté organizado en forma plural” (Hamilton, et al, p. 298). Frente al absurdo de un Congreso encargado de dirigir las operaciones militares, se impuso la conveniencia de crear un Poder Ejecutivo Unipersonal para “ejercer el mando y dirección suprema de las fuerzas navales y militares en calidad primer General y Almirante de la Confederación” (Hamilton, et al, p. 291).

En éste sistema el Presidente cuenta con una gran libertad de acción, más que un monarca constitucional, transformando a los ministros en meros secretarios consejeros sin prerrogativa constitucional propia para intervenir en las funciones ejecutivas.
América, carente de dinastías, necesita de un poder fuerte para consolidar su independencia. Instituye entonces el Ejecutivo Gobernante de carácter unipersonal. Su problema es inverso al de Europa que, pare destruir su vieja raigambre absolutista, suplanta el Ejecutivo monárquico por el ministerial: pluraliza el gobierno para debilitarlo, cediendo al Parlamento la Suprema Potestas y transformando al Ejecutivo en “agente” de su voluntad.

Por supuesto que la creación de éste Generalato provocó lógicas desconfianzas y resquemores. Dicho poder personal podría naturalmente volverse despótico ya que, como enseñaba Montesquieu, “no hay poder que no incite al abuso, a la extralimitación”. Filadelfia recurre entonces “al oráculo que siempre cita y consuela” (Madison se referirá así sobre Montesquieu) estableciendo la división tripartita de poderes confiando el Poder Ejecutivo “únicamente a un Presidente de los Estados Unidos” (Art. 2); pero agregando que “todo el Poder Legislativo concedido por esta Constitución se compondrá de un Congreso de los Estados Unidos, el cual consistirá de un Senado y Sala de Representantes” (Art. 1); y que “el Poder Judicial de los Estados Unidos residirá en una Corte Suprema y en aquellas Cortes inferiores que el Congreso de tiempo en tiempo ordenará y establecerá” (Art 3).
Este novedoso régimen se estructura sobre diversos mecanismos automáticos que equilibran su funcionamiento asegurando la independencia de cada poder en su función especializada.

Así, si el Legislativo sanciona leyes y tiene exclusividad de iniciativa, el ejecutivo en cambio las puede vetar; si el Judicial castiga, el ejecutivo indulta. Ambos son independientes, pero el Congreso puede responsabilizarlos. El Presidente dirige, a su vez, la fuerza pública y la administración general; el Senado acuerda las venias constitucionales, siendo la Cámara de Representantes árbitro de las finanzas públicas. Entre los dos poderes designan los magistrados del Poder Judicial, que pueden luego censurar las leyes inconstitucionales. De este modo mientras la especialización de funciones atribuye a cada Poder su cometido propio, los frenos y contrapesos de contención le prestan el equilibrio para evitar la superposición.

Revelaba Montesquieu que: “No importa que estos poderes se neutralicen, produciendo inacción. Impulsados por el movimiento de las cosas, han de verse forzados a ir de concierto” (Montesquieu, 2010, p. 138).

He aquí la versión norteamericana de la clásica trilogía de Montesquieu, con su Ejecutivo único, su Legislativo doble y su Judicial múltiple que tendrá una influencia decisiva en el constitucionalismo local.


El Presidencialismo Argentino.
El Año XIII será el verdadero inicio de la formación constitucional argentina. Todos los proyectos redactados entonces instaurarán la división tripartita de los poderes; no obstante esto sólo dos se refieren a un Poder Ejecutivo Unipersonal.

El llamado Proyecto de la Sociedad Patriótica, apartándose del régimen triunviral, promueve, aunque parcialmente, un Poder Ejecutivo Unipersonal “investido por un solo individuo que se llamará Presidente”. Empero desvirtúa luego el sistema al transformar el Senado en un Concejo de Estado dándole “intervención y sufragio en los negocios graves del Gobierno”, debiendo “ser llamado a las deliberaciones más arduas”. (Galleti, 1987, T1, p. 292). Su inspirador, Bernardo de Monteagudo, era un franco partidario de dicho sistema, con la limitación antes expuesta. Decía al respecto: “Un solo ciudadano que ejerza la autoridad suprema sujeto a las leyes que reciba de la Representación Soberana, sin que la acción permanente de su magistratura sufra las treguas de la opinión, ni se recienta de los intervalos a que obliga la imposibilidad de estas siempre reunidas las personas que participan del mando; he aquí el gran secreto para obrar la salvación nacional (El Redactor de la Asamblea de 1813, 1913, p. 75).

No obstante, el sistema presidencial típicamente norteamericano recién aparece bajo la vigorosa influencia de José Gervasio Artigas que lo instituye y lo organiza en sus Instrucciones y en el Proyecto Federal.

Se leerá así en las Instrucciones al Congreso que “1) El Poder Ejecutivo de las Provincias Unidas se compondrá de un solo individuo, ejerciendo este su oficio por el término de un año, debiendo ser elegido por los pueblos, y sorteado de entre los que nombren, a fin de que turne entre todas las Provincias Unidas el tal empleo, y no se haga hereditario a los de una sola, que exija preferencia, pues todas deberán ser iguales” (Reyes Abadie, 1986, p. 320).

En el Proyecto Federal, por su parte, el Poder Ejecutivo de naturaleza unipersonal “se compondrá de un Presidente que ejercerá su oficio durante el término preciso, sin que por ningún motivo o causa sea reelegido” (Reyes Abadie, 1986, p. 97).

Las divergencias sobre la organización del Ejecutivo durante el ciclo revolucionario se verificarán en diversos ensayos. En un primer momento actuaron las Juntas, los Triunviratos después, y el Directorio unipersonal. Luego del fracaso de los proyectos monárquicos constitucionales[1] con un príncipe como poder ejecutivo, en 1826 reaparece la Presidencia de la Nación[2], dando paso luego al Encargado de las Relaciones Exteriores bajo el período preconstitucional, y al Presidente de la Confederación en 1853 y de la Nación en 1860.

En éste último período la idea de “un Poder Ejecutivo vigoroso […] un poderoso guardián […] revestido de la fuerza, capaz de hacer efectivo el orden constitucional y la paz” (Alberdi, 2004, p. 101) se reafirmará definitivamente. Explicaba Alberdi, poniendo de ejemplo, que Chile “ha encontrado en la energía del poder del Presidente, las garantías públicas que la monarquía ofrece al orden y la paz, sin faltar a la naturaleza del gobierno republicano. Se atribuye a Bolívar este dicho profundo y espiritual: “los nuevos Estados de la América española necesitan reyes con el nombre del presidentes” “. Pero, -prosigue-, “si queremos que el Poder Ejecutivo de la democracia tenga la estabilidad que el Poder Ejecutivo realista, debemos poner alguna atención en el modo como se había organizado aquél para llevar efecto su mandato […] el Poder Ejecutivo debe tener todas las facultades que hacen necesarios los antecedentes y las condiciones del país y la grandeza del fin para que es instituido. De otro modo, habrá gobierno en el nombre, pero no en la realidad; y no existiendo gobierno no podrá existir Constitución, es decir, no podrá haber ni orden, ni libertad, ni Confederación Argentina” (Alberdi, 2004. p. 41)

Nótese que la postura del padre de nuestra Constitución coincide notablemente con la de Alexander Hamilton en El Federalista cuando señala que “uno de los elementos salientes debe ser la energía por parte del Ejecutivo” (Hamilton, et al, p. 297). Si el norteamericano proclamaba la necesidad de “no dejarnos ilusionar por la pluralidad en el Ejecutivo”, el tucumano decía que los gobiernos iniciales de la Revolución, constituidos sobre la base de juntas y triunviros, “era un paso a la relajación del poder central”.

“En la primera época constitucional –explicaba Alberdi- se trataba de debilitar el poder hasta lo sumo, creyendo servir de ese modo a la libertad. La libertad individual era el grande objeto de la revolución, que veía en el gobierno un elemento enemigo, y lo veía con razón, porque así había sido bajo el régimen destruido. Se proclamaban las garantías individuales y privadas, y nadie se acordaba de las garantías públicas, que hacen vivir a las garantías privadas” (Alberdi, 2004. p. 100).

Mientras no estuvo aquí en juego la emancipación nacional propiamente dicha, pareció lógico y suficiente imitar a España en sus regímenes plurales de juntas y triunviratos. Pero amenazada la independencia, se impuso el unipersonalismo bajo la égida de un Director Supremo primero y del Presidente de la República después. El sistema presidencial con su régimen estricto de separación y autonomía de poderes, con sus mandatos inconmovibles, dio al continente la fórmula de Ejecutivo fuerte que entonces reclamaban las circunstancias.
Alberdi propone en las Bases dotar al ejecutivo de “facultades omnímodas” y “facultades especiales”. Era menester organizar una “república posible”, con un ejecutivo fuerte, como paso previo a la república verdadera; “en vez de dar el despotismo a un hombre, es mejor darlo a la ley” dirá, sin mencionar jamás las facultades extraordinarias, que eran las que habían ejercido los gobernadores hasta la sanción de la Constitución de 1853.

Cabe destacar dentro de estas amplias facultadas pregonadas por Alberdi, la cláusula propuesta en su proyecto en el artículo 28 donde preveía la declaración del estado de sitio suspendiendo el imperio de la constitución; aunque, como en el texto constitucional vigente, “la autoridad en tales casos ni juzga ni condena, ni aplica castigos por sí misma, y la suspensión de la seguridad personal no le da más poder que el de arrestar o trasladar las personas a otro punto de la Confederación, cuando ellas no prefieran salir fuera”. Nos dice Alberdi, en la nota a este artículo que la norma está tomada de la constitución de Chile “y es una de las que forman su fisonomía distintiva y su sello especial a que debe este país su larga tranquilidad” (Alberdi, 2004, p. 292).

Entre las atribuciones del Congreso se contemplaba: “Dar facultades especiales al poder ejecutivo para expedir reglamentos con fuerza de ley, en los casos exigidos por la constitución” (artículo 67, inciso 7º). A su vez el Poder Ejecutivo podía reglamentar las leyes (artículo 85, inciso 2º), tenía las facultades de iniciativa en la sanción de las leyes, en concurrencia con los miembros del Congreso (artículo 71), y poder de veto sobre las sanciones del Congreso (artículo 73). (Alberdi, 2004, p. 296).

La garantía que Alberdi estableció frente a ese Poder Ejecutivo con amplias facultades fue la prohibición de reelección del Presidente por el intervalo de un período. Esta prohibición la fundaba en una nota:
“Admitir la reelección, es extender a doce años el término de la presidencia. El Presidente tiene siempre medios de hacerse reelegir, y rara vez deja de hacerlo. Toda reelección es agitada, porque lucha con prevenciones nacidas del primer período; y el mal de la agitación no compensa el interés del espíritu de lógica en la administración, que más bien depende del ministro” (Alberdi, 2004, p. 296).

El Congreso Constituyente de 1853 tomó los lineamientos básicos del Proyecto de Alberdi en lo referente al Poder Ejecutivo, pero quiso establecer un sistema de división de poderes más estricto, eliminando la facultad del Ejecutivo de legislar por delegación del Congreso (como ocurría cuando los gobernadores ejercían facultades extraordinarias) y sancionó el artículo 29, sin antecedentes en el derecho comparado, que recoge nuestra experiencia institucional sobre “facultades extraordinarias” y “suma del poder público”.


La Constitución de 1853.

El Congreso Constituyente de 1852-53 atenuó las funciones que Alberdi proponía para el Poder Ejecutivo, condenando el ejercicio de facultades legislativas por el Poder Ejecutivo al que no le otorgó “facultades de un rey”, “facultades omnímodas”, o “facultades especiales”, ni el poder de legislar por delegación del Congreso; atribuciones éstas que nuestra historia constitucional llama “facultades extraordinarias” y condenó el ejercicio de las mismas.
Pero el Poder Ejecutivo que surgió del Congreso Constituyente fue un ejecutivo fuerte, capaz de llevar adelante las tareas históricas que Alberdi proponía para el país, con mayores atribuciones que el ejecutivo norteamericano. Ese ejecutivo fuerte se definía por la posibilidad efectiva de llevar a la práctica sus decisiones y no por su predominio sobre los restantes poderes del estado, que tenían determinada su propia competencia, de acuerdo con el principio de la división de poderes.

“El Poder Ejecutivo de la Nación –estableció la Carta Constitucional de 1853- será desempeñado por un ciudadano con el título de Presidente de la Confederación”.
Éste es Jefe Supremo de la Confederación, toma a su cargo la Administración general del País, participa en la formación de leyes, y las promulga o veta; expide reglamentos para su ejecución; convoca al Congreso y prorroga sus sesiones; efectúa nombramientos y remociones; ejerce los derechos de Patronato; puede indultar; recauda rentas; concluye y firma tratados internacionales; es Comandante en Jefe de todas las fuerzas de la Confederación; dispone de ellas y corre con su organización; declara la guerra con autorización del Congreso y el estado de sitio; usa de facultades extraordinarias en caso de conmoción interior dando cuenta al Congreso, etc. La institución del Ministro, que refrenda y responde ante el Poder Legislativo, no mengua sin embargo la figura presidencial que impone su supremacía. En la reforma de 1860 se modificó solamente su nombre, llamándosele “Presidente de la Nación” y en las sucesivas reformas hasta 1994 no sufrió grandes cambios.

El Presidente concentró así en ésta primera etapa cuatro jefaturas: del Estado, del Gobierno, de la Administración, y de la Ciudad de Buenos Aires. La última le fue quitada con la reforma de 1994, conservando el Ejecutivo nacional las tres primeras.


Diferencias entre el presidencialismo Argentino y el Norteamericano.

Por ser sus circunstancias históricas y su idiosincrasia distinta, el presidencialismo del sur se diferenciará notablemente del presidencialismo del norte, caracterizándose el primero por acrecentar la supremacía del Poder Ejecutivo sobre los demás poderes federales y estaduales. Podemos señalar así que:

- El presidente argentino duraba 6 años en su cargo y no podía ser reelegido sino pasado un período (art.71º de la Constitución de 1853); el del país del norte duraba 4 y podía ser reelecto (artículo II Sección I. 1 de la de Estados Unidos), hasta la Enmienda XXII (1951) que sólo lo permitió por una sola vez.

- En Argentina, el Presidente de la Nación debe tener al menos 30 años y hacer nacido en el territorio argentino o ser hijo de ciudadano nativo, habiendo nacido en país extranjero (art.73º); el de Estados Unidos debe tener al menos 35, ser ciudadano o haberlo sido al tiempo de dictarse la Constitución, y haber residido 14 años en el país (Art. I Sección I. 4).

- Nuestro presidente concluye y firma tratados internacionales, con la aprobación del Congreso (art. 64º inciso 19 y 83º inciso 14); el de Estados Unidos con consulta y aprobación del Senado, con el voto de las dos terceras parte de los presentes (Art. I Sección II, 2).

- En nuestro país el presidente debía pertenecer a la religión católica, apostólica y romana (art. 73º) y juraba por Dios y los Santos Evangelios (art.77º), porque ejercía el patronato nacional para proponer la designación de los obispos de las iglesias catedrales (art. 83º inc. 8), y concedía el pase o exequátur de los documentos dela Iglesia (art. 83º inc. 9). Estas atribuciones las tuvo hasta que se firmó en 1966 el Acuerdo con la Santa Sede y se las suprimió en el Texto de nuestra Ley Fundamental en la reforma de 1994. Las mismas nunca las tuvo el presidente norteamericano.

- El presidente argentino es jefe supremo de la Confederación (desde 1860 de la Nación) e inmediato de la Capital Federal hasta 1994, y tenía a su cargo la administración general del país (art. 83º inciso 1 y 3); lo que tampoco son atribuciones reconocidas al norteamericano por su Constitución.

- Nuestro presidente era asistido por cinco ministros (art. 84º; en la reforma de 1898 se subió a 8 y en la de 1994 se dejó que la ley fijara el número), que refrendan y legalizan con su firmas los actos que emite, y de los que son responsables solidariamente (art. 85º), que pueden asistir a las sesiones del Congreso y formar parte de sus debates, pero no votar (art. 89º), o ser llamado por alguna de las cámaras para recibir explicaciones e informes que estime convenientes, procedimiento que los reglamentos internos de las mismas denominan interpelación (art. 60º); la Constitución de Filadelfia no preveía este tipo de funcionarios y procedimientos, aunque en la práctica constitucional el primer mandatario es asistido por secretarios, que designa con acuerdo del Senado, y que atienden los distintos departamentos de estado.

- El primer mandatario argentino “Expide las instrucciones y reglamentos que sean necesarias para la ejecución de las leyes” (art. 83º inc. 2) y participa de la formación de las mismas, las sanciona y promulga (art. 83º inc. 3); estas facultades no están previstas en la Carta Fundamental de Estados Unidos, que sólo dispone que el presidente “cuidará de que las leyes tengan su debido cumplimiento” (art. II Sección III). Ambas Constituciones prevén que el Presidente puede aprobar y promulgar las leyes expresamente o en forma tácita, transcurrido el plazo de diez días (art. 67º dela Argentina y art. I Sección VII 2 de país del norte). Pueden, además, observar las leyes sancionadas por el Congreso, el que a su vez puede insistir con el voto de los dos tercios de ambas cámaras para ser sancionadas y promulgadas (Art. 69º de la Constitución Nacional y art. I Sección VII 2 de la estadounidense).

- Nuestro Presidente declara el estado de sitio, instituto no previsto en la Constitución de Estados Unidos y que nuestros constituyentes tomaron de la Constitución de Chile de 1833, en caso de ataque exterior, con acuerdo del Senado, y en caso de conmoción interior cuando está en receso el Congreso (Art. 83º inciso 19).

- El presidente en los Estados Unidos puede mandar suspender la ejecución de las sentencias y concede indultos por delitos federales (art. II Sección II 1); en cambio en nuestro país puede indultar y, además, conmutar penas, también por delitos federales (art. 83º inciso 6).

- El Congreso de los Estados Unidos declara la guerra (Art. I Sección VIII), en cambio en nuestra Constitución lo tiene que hacer el presidente, con autorización del Congreso, que declara la guerra o hace la paz (Arts. 83º inciso 18 y 64º inciso 23).


El hiper-presidencialismo

La reelección presidencial y la elección directa del presidente y vicepresidente en distrito único, suprimiéndose la anterior elección indirecta mediante colegio electoral, han fortalecido exponencialmente la autoridad presidencial, visualizándoselo como el jefe político de la República, unido todo ello a la concentración en el manejo de los fondos públicos. En tal sentido la reelección genera la utilización de los recursos públicos a favor de ese objetivo, al cual se vuelca la obra pública, la utilización de la asistencia social y la publicidad oficial, ante la ausencia de restricciones legales suficientes.

Es un hecho comprobable que el presidencialismo, muy lejos de “atenuarse”, ha incrementado su protagonismo e influencia en la vida política e institucional, y continua siendo el “centro de gravedad” del poder.

Así, a las fuertes atribuciones que la Constitución originaria concentró en el presidente argentino, se fueron agregando otras que provinieron tanto de la reforma como de la práctica, configurando lo que Carlos Santiago Nino denominó “hiper-presidencialismo”. 

Según este autor, han confluido una cantidad de razones originadas en la práctica constitucional que han encumbrado al Ejecutivo en desmedro de los otros poderes del Estado, toda vez que menciona un “debilitamiento” del Legislativo y una “declinación” del Poder Judicial a ejercitar las facultades de control que le son propias. Sin duda la causa más importante de esa deformación ha sido la interrupción de la cultura y las prácticas democráticas que favorecieron las decisiones concentradas en desmedro del debate democrático. Para Nino, ésa es una de las razones por las que los intereses corporativos se nuclearon en derredor de la figura presidencial. El diagnóstico general de esa situación es que el Poder Ejecutivo salió ganancioso no sólo frente a las otras dos ramas del Poder Federal, sino también frente a los gobiernos provinciales, ocurriendo en los hechos —de manera paralela— un debilitamiento del federalismo.

Al referirse a la presidencia hipertrofiada, según el texto constitucional originario de 1853, sostenía que: “Esta somera revisión de las facultades que los Presidentes fueron adquiriendo por una interpretación extensiva de cláusulas constitucionales, por claudicación de los otros poderes del Estado, o por un ejercicio liso y llano de la musculatura política, muestra que, desde el punto de vista normativo, el presidente argentino es, como lo preveía Alberdi, un verdadero monarca, aunque a diferencia de lo que él suponía, sus facultades regias no han sido óbice para la inestabilidad de los gobiernos y los abusos de poder frente a los derechos de los ciudadanos. También se confirma, con la desvaluación del espíritu y muchas veces de los textos constitucionales, en la concesión y asunción de facultades extraordinarias por parte del Presidente, la tendencia a la ajuridicidad que ha sido una constante en nuestra práctica político-institucional, aún en períodos de jure” (Cfr. Nino, 2013, p.529).

El Presidente Argentino, invistió así progresivamente, la mayor concentración formal y material de poder del sistema político.


Conclusión.

Desde los orígenes de nuestros antecedentes institucionales, según hemos descripto, el órgano ejecutivo ha poseído una acentuada envergadura con cierto predominio sobre el rol gubernamental de los órganos legislativo y judicial. Esta tendencia histórica, llevó a Alberdi a definirlo como un "Ejecutivo fuerte", afirmando la necesidad de un "presidente constitucional" que pueda asumir las facultades de un rey, en el instante que la anarquía le desobedece como "presidente republicano”.

A la vez, este fortalecimiento originario, se vio acrecentado por un largo proceso de concentración de poderes, períodos de factos, intervenciones federales (“ese cementerio de nuestras libertades” describiría Nino), en el que fueron perdiendo entidad los demás poderes federales como así también los locales.

Tal vez sea la hora de pensar nuevas alternativas a la hora de establecer los frenos y contrapesos de una república democrática. Señala el politólogo francés Pierre Rosanvallón que “En la era del predominio del Poder Ejecutivo la clave de la democracia está en las condiciones del control que sobre el ejerza la sociedad”. (Rosanvallón, 2015, p. 24)
El paso de una mera democracia de autorización o delegación donde los ciudadanos son soberanos por un día, a una democracia de ejercicio donde el elector practica su ciudadanía activamente, parece ser la clave del control en la era presidencial gobernante.

Solo así podremos decir de los argentinos, lo que el joven Alberdi referenció del pueblo inglés en su Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho: “Quemad todas las leyes escritas en Inglaterra; su constitución quedará viva e intacta en el modo de ser de cada inglés”. Porque “la Constitución, la libertad, autoridad, no se escribe, se hace; no se decreta, se forma; se hace por la educación. No se hace en el Congreso, se hace en la casa, en el hogar. No vive en el papel, vive en el hombre”. (Galleti, 1987, T2, p. 337).

Es menester pues consolidar una cultura cívica y constitucional que haga realidad lo que queda escrito en el papel.


Bibliografía general y particular.

- Alberdi, J. B. (2004) Bases y punto de partida para la organización nacional. Buenos Aires, Argentina: Plus Ultra.

- Bianchi, A. (2008) Historia Constitucional de los Estados Unidos (T. I). Buenos Aires, Argentina: Cathedra Jurídica.

- Bidart Campos, G. (2005) Manual de la Constitución reformada (T. III). Buenos Aires Argentina: Ediar. 

- Demicheli, A. (1956) Formación Constitucional Rioplatense (T. I). Buenos Aires, Argentina: Depalma.

- El Redactor de la Asamblea de 1813, (1913) Edición facsimilar publicada con motivo del Primer Centenario de la Asamblea. Buenos Aires: Imprenta del Estado.

- Ferraro R., y Rappoport L. (2008) Presidencialismo absoluto y otras verdades incómodas. Buenos Aires, Argentina: El Ateneo.

- Galleti, A. (1987), Historia Constitucional Argentina (T. I y II).  Buenos Aires, Argentina: Librería Editora Platense.

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- Nino, C. (2013) Fundamentos de Derecho Constitucional. Buenos Aires, Argentina: Astrea.

- Pérez Guilhou, D. (1966) “Las ideas monárquicas en el congreso de Tucumán”. Buenos Aires: Depalma.

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- Ruiz Moreno, I. (1980) “La Federalización de Buenos Aires”. Buenos Aires: Emecé.

- Sabsay D. (Director) y Manili P. (Coord) (2010) Constitución de la Nación Argentina y normas complementarias. Análisis doctrinal y jurisprudencial (T. IV). Buenos Aires, Argentina: Hammurabi.

- Ternavasio, M. (2007) Gobernar la Revolución. Poderes en disputa en el Río de la Plata 1810-1816. Buenos Aires, Argentina: Siglo Veintiuno.




[1] Cf. PÉREZ GUILHOU, “Las ideas monárquicas en el congreso de Tucumán”. Depalma: 1966.
[2] La ley de Poder Ejecutivo permanente dictada por el Congreso Constituyente de 1824-1827, es la que pone en marcha por primera vez – aunque por breve tiempo- la institución de la Presidencia de la República, siendo designado Bernardino Rivadavia al efecto. Dicho Poder Ejecutivo ejercería sus funciones hasta el dictado de la Constitución. Sin embargo las autoridades nacionales terminaron renunciando y las provincias siguieron relacionándose mediante pactos y tratados. Para Isidoro Ruiz Moreno en realidad no se trató mas que de un cargo nominal ya que “no pasando del ámbito bonaerense el imperio de los funcionarios capitalinos, sus funciones vinieron a resultar tan locales como las desaparecidas”. Cf. ISIDORO RUIZ MORENO, “La Federalización de Buenos Aires”. Buenos Aires Emecé: 1980.

* Artículo publicado en Revista de Divulgación Científica “La Huella Educativa”. Cuarto número, año 2017. 

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