“Dad
al poder ejecutivo todo el poder posible,
pero
dádselo por medio de una Constitución”.
Juan
Bautista Alberdi.
Introducción.
Nos proponemos en el siguiente trabajo dilucidar los
orígenes históricos del sistema presidencialista y sus rasgos característicos
en la formación constitucional argentina.
Nos serviremos para ello de material referente a la
Historia Constitucional Argentina y Norteamericana, como así también al Derecho
Constitucional actual; en consecuencia, el método predominante será el de la
hermenéutica, consistente en la crítica e interpretación de los textos.
Mas cabe aclarar que el método histórico del análisis del
derecho y las instituciones no se limita a la exégesis del texto, sino también
de interpretar las condiciones políticas, sociales, y culturales del contexto
donde se producen dichas normas.
Concebimos que es de vital importancia un acercamiento a
una de las problemáticas más sustanciales y actuales de nuestro engranaje
institucional. Su rastreo histórico nos permitirá tener un panorama más
completo para vislumbrar la naturaleza del sistema presidencialista argentino,
y el por qué de su acrecentamiento.
Desarrollo.
Desde el momento mismo de la Revolución de Mayo y ante el
problema de la vacatio regis, el
sistema representativo y constitucionalismo inicial comienzan a influir para
determinar un camino a seguir.
Refiriéndose al proceso político iniciado en 1810
manifiesta Marcela Ternavasio que “El Río
de la Plata fluctuó […] entre mantenerse dentro del marco de la autonomía,
declarar la independencia definitiva, e incluso aceptar la sumisión de la
metrópoli cuando la revolución parecía perdida” (Ternavasio, 2007, p.15).
La necesidad de garantizar un orden político estable en un
contexto de guerras y convulsión, llevó a las elites a plantear diversas
propuestas que no lograban consenso entre los pueblos y provincias del Río de
la Plata.
Plantea el jurista e historiador uruguayo Alberto Demicheli
que el poder ejecutivo argentino nace de un constitucionalismo sui generis, que basado en el
presidencialismo típico de Estados Unidos, injertó también algunas
instituciones del sistema parlamentario clásico (Demicheli, 1955, T1, p. 15).
Así, una vez consolidados los principios de la Ilustración
–sobre todo a partir de la Asamblea del Año XIII- dos grandes corrientes
influirán a la hora de diseñar la ingeniería constitucional.
La Revolución Francesa primero, y la Carta española de
Cádiz después, ofrecieron rudimentos parlamentarios como la interpelación
legislativa, el referendo y la responsabilidad ministerial, que al ser
injertados en el tronco presidencialista y representativo rioplatense de
influencia norteamericana, dieron por resultado un tipo constitucional
intermedio.
De tan encontradas influencias surgirá el
constitucionalismo en estas latitudes, recibiendo de Europa la tendencia
unitaria y monárquica-parlamentaria representada en sendos proyectos entre 1810
a 1820; y de América del Norte la republicana, presidencialista y federal,
siendo José Gervasio Artigas su primer impulsor en las Provincias Unidas del
Río de la Plata, consolidándose como propuesta después de la Anarquía del Año
XX, para ser finalmente insertada por Juan Bautista Alberdi en la Constitución
de 1853.
Orígenes
del Presidencialismo Norteamericano.
Acuciados por graves problemas defensivos sintieron los
norteamericanos la imperiosa necesidad de organizar el poder vigoroso capaz de
afrontar con rapidez y decisión las contingencias del momento conduciendo
eficazmente las relaciones exteriores y la guerra. “La insuficiencia de la confederación para conservar la unión”,
exigía con urgencia, “un gobierno
enérgico”, que asegurare la defensa común con “un ejército considerable, constantemente a disposición del gobierno
nacional”. (Hamilton, Madison y Jay, 2000, p. 63).
“Al
definir un buen gobierno –declara Hamilton- uno de los elementos salientes debe ser la energía por parte del
ejecutivo, esencial para proteger a la comunidad contra los ataques del
exterior […] un ejecutivo débil, significa una ejecución débil de gobierno. Una
ejecución débil es una ejecución mala; y un gobierno que ejecuta mal, sea lo
que fuere en teoría, en la práctica tiene que ser un mal gobierno […]
Seguramente no se discutirá que la unidad tiende a la energía”. (Hamilton,
et al, p. 297).
Se llega por este camino, en la reforma norteamericana de
1787, a la creación de un Ejecutivo Presidencial, de tipo representativo, que
luego se generaliza extendiéndose a todo el continente; surgiendo así la
clásica figura del Presidente de la República, titular del Poder Ejecutivo a
término fijo, unipersonal y emergente de un mandato soberano.
Es obvio entonces que en dicho contexto, cuando el
constituyente de Filadelfia propone un ejecutivo unipersonal, le atribuye como
primera característica la unidad de acción, procurando establecer un fuerte
punto de apoyo frente al enemigo exterior: el Primer Magistrado, entonces, debe
ser el defensor de los Estados Unidos, a título de supremo comandante de todas
las fuerzas de mar y tierra (Constitución de los Estados Unidos de América,
art. 2, sección 2).
Su condición de Supremo Generalato se fundamenta en la
exigencia de la presencia física de un jefe que asegure eficazmente la cohesión
y unidad del Ejército en tiempos de guerra.
“En la
dirección de la guerra – señala Hamilton- en que la dirección del ejecutivo constituye el baluarte de la
seguridad nacional, habrá que temerlo todo del hecho de que esté organizado en
forma plural” (Hamilton, et al, p. 298). Frente al absurdo de un Congreso
encargado de dirigir las operaciones militares, se impuso la conveniencia de
crear un Poder Ejecutivo Unipersonal para “ejercer
el mando y dirección suprema de las fuerzas navales y militares en calidad
primer General y Almirante de la Confederación” (Hamilton, et al, p. 291).
En éste sistema el Presidente cuenta con una gran libertad
de acción, más que un monarca constitucional, transformando a los ministros en
meros secretarios consejeros sin prerrogativa constitucional propia para
intervenir en las funciones ejecutivas.
América, carente de dinastías, necesita de un poder fuerte
para consolidar su independencia. Instituye entonces el Ejecutivo Gobernante de
carácter unipersonal. Su problema es inverso al de Europa que, pare destruir su
vieja raigambre absolutista, suplanta el Ejecutivo monárquico por el
ministerial: pluraliza el gobierno para debilitarlo, cediendo al Parlamento la Suprema Potestas y transformando al
Ejecutivo en “agente” de su voluntad.
Por supuesto que la creación de éste Generalato provocó
lógicas desconfianzas y resquemores. Dicho poder personal podría naturalmente
volverse despótico ya que, como enseñaba Montesquieu, “no hay poder que no incite al abuso, a la extralimitación”.
Filadelfia recurre entonces “al oráculo
que siempre cita y consuela” (Madison se referirá así sobre Montesquieu)
estableciendo la división tripartita de poderes confiando el Poder Ejecutivo “únicamente a un Presidente de los Estados
Unidos” (Art. 2); pero agregando que “todo
el Poder Legislativo concedido por esta Constitución se compondrá de un
Congreso de los Estados Unidos, el cual consistirá de un Senado y Sala de
Representantes” (Art. 1); y que “el
Poder Judicial de los Estados Unidos residirá en una Corte Suprema y en
aquellas Cortes inferiores que el Congreso de tiempo en tiempo ordenará y
establecerá” (Art 3).
Este novedoso régimen se estructura sobre diversos
mecanismos automáticos que equilibran su funcionamiento asegurando la
independencia de cada poder en su función especializada.
Así, si el Legislativo sanciona leyes y tiene exclusividad
de iniciativa, el ejecutivo en cambio las puede vetar; si el Judicial castiga,
el ejecutivo indulta. Ambos son independientes, pero el Congreso puede
responsabilizarlos. El Presidente dirige, a su vez, la fuerza pública y la administración
general; el Senado acuerda las venias constitucionales, siendo la Cámara de
Representantes árbitro de las finanzas públicas. Entre los dos poderes designan
los magistrados del Poder Judicial, que pueden luego censurar las leyes
inconstitucionales. De este modo mientras la especialización de funciones
atribuye a cada Poder su cometido propio, los frenos y contrapesos de
contención le prestan el equilibrio para evitar la superposición.
Revelaba Montesquieu que: “No importa que estos poderes se neutralicen, produciendo inacción.
Impulsados por el movimiento de las cosas, han de verse forzados a ir de
concierto” (Montesquieu, 2010, p. 138).
He aquí la versión norteamericana de la clásica trilogía de
Montesquieu, con su Ejecutivo único, su Legislativo doble y su Judicial
múltiple que tendrá una influencia decisiva en el constitucionalismo local.
El
Presidencialismo Argentino.
El Año XIII será el verdadero inicio de la formación
constitucional argentina. Todos los proyectos redactados entonces instaurarán
la división tripartita de los poderes; no obstante esto sólo dos se refieren a
un Poder Ejecutivo Unipersonal.
El llamado Proyecto de la Sociedad Patriótica, apartándose
del régimen triunviral, promueve, aunque parcialmente, un Poder Ejecutivo
Unipersonal “investido por un solo
individuo que se llamará Presidente”. Empero desvirtúa luego el sistema al
transformar el Senado en un Concejo de Estado dándole “intervención y sufragio en los negocios graves del Gobierno”,
debiendo “ser llamado a las
deliberaciones más arduas”. (Galleti, 1987, T1, p. 292). Su inspirador,
Bernardo de Monteagudo, era un franco partidario de dicho sistema, con la
limitación antes expuesta. Decía al respecto: “Un solo ciudadano que ejerza la autoridad suprema sujeto a las leyes
que reciba de la Representación Soberana, sin que la acción permanente de su
magistratura sufra las treguas de la opinión, ni se recienta de los intervalos
a que obliga la imposibilidad de estas siempre reunidas las personas que
participan del mando; he aquí el gran secreto para obrar la salvación nacional
(El Redactor de la Asamblea de 1813, 1913, p. 75).
No obstante, el sistema presidencial típicamente
norteamericano recién aparece bajo la vigorosa influencia de José Gervasio
Artigas que lo instituye y lo organiza en sus Instrucciones y en el Proyecto
Federal.
Se leerá así en las Instrucciones al Congreso que “1) El Poder Ejecutivo de las Provincias
Unidas se compondrá de un solo individuo, ejerciendo este su oficio por el
término de un año, debiendo ser elegido por los pueblos, y sorteado de entre
los que nombren, a fin de que turne entre todas las Provincias Unidas el tal
empleo, y no se haga hereditario a los de una sola, que exija preferencia, pues
todas deberán ser iguales” (Reyes Abadie, 1986, p. 320).
En el Proyecto Federal, por su parte, el Poder Ejecutivo de
naturaleza unipersonal “se compondrá de
un Presidente que ejercerá su oficio durante el término preciso, sin que por
ningún motivo o causa sea reelegido” (Reyes Abadie, 1986, p. 97).
Las divergencias sobre la organización del Ejecutivo
durante el ciclo revolucionario se verificarán en diversos ensayos. En un
primer momento actuaron las Juntas, los Triunviratos después, y el Directorio
unipersonal. Luego del fracaso de los proyectos monárquicos constitucionales[1] con un príncipe como poder
ejecutivo, en 1826 reaparece la Presidencia de la Nación[2], dando paso luego al Encargado
de las Relaciones Exteriores bajo el período preconstitucional, y al Presidente
de la Confederación en 1853 y de la Nación en 1860.
En éste último período la idea de “un Poder Ejecutivo vigoroso […] un poderoso guardián […] revestido de
la fuerza, capaz de hacer efectivo el orden constitucional y la paz”
(Alberdi, 2004, p. 101) se reafirmará definitivamente. Explicaba Alberdi,
poniendo de ejemplo, que Chile “ha
encontrado en la energía del poder del Presidente, las garantías públicas que
la monarquía ofrece al orden y la paz, sin faltar a la naturaleza del gobierno
republicano. Se atribuye a Bolívar este dicho profundo y espiritual: “los
nuevos Estados de la América española necesitan reyes con el nombre del
presidentes” “. Pero, -prosigue-, “si
queremos que el Poder Ejecutivo de la democracia tenga la estabilidad que el
Poder Ejecutivo realista, debemos poner alguna atención en el modo como se
había organizado aquél para llevar efecto su mandato […] el Poder Ejecutivo
debe tener todas las facultades que hacen necesarios los antecedentes y las
condiciones del país y la grandeza del fin para que es instituido. De otro
modo, habrá gobierno en el nombre, pero no en la realidad; y no existiendo
gobierno no podrá existir Constitución, es decir, no podrá haber ni orden, ni
libertad, ni Confederación Argentina” (Alberdi, 2004. p. 41)
Nótese que la postura del padre de nuestra Constitución
coincide notablemente con la de Alexander Hamilton en El Federalista cuando
señala que “uno de los elementos
salientes debe ser la energía por parte del Ejecutivo” (Hamilton, et al, p.
297). Si el norteamericano proclamaba la necesidad de “no dejarnos ilusionar por la pluralidad en el Ejecutivo”, el
tucumano decía que los gobiernos iniciales de la Revolución, constituidos sobre
la base de juntas y triunviros, “era un
paso a la relajación del poder central”.
“En la
primera época constitucional –explicaba Alberdi- se trataba de debilitar el poder hasta lo
sumo, creyendo servir de ese modo a la libertad. La libertad individual era el
grande objeto de la revolución, que veía en el gobierno un elemento enemigo, y
lo veía con razón, porque así había sido bajo el régimen destruido. Se
proclamaban las garantías individuales y privadas, y nadie se acordaba de las
garantías públicas, que hacen vivir a las garantías privadas” (Alberdi,
2004. p. 100).
Mientras no estuvo aquí en juego la emancipación nacional
propiamente dicha, pareció lógico y suficiente imitar a España en sus regímenes
plurales de juntas y triunviratos. Pero amenazada la independencia, se impuso
el unipersonalismo bajo la égida de un Director Supremo primero y del
Presidente de la República después. El sistema presidencial con su régimen
estricto de separación y autonomía de poderes, con sus mandatos inconmovibles,
dio al continente la fórmula de Ejecutivo fuerte que entonces reclamaban las
circunstancias.
Alberdi propone en las Bases dotar al ejecutivo de “facultades omnímodas” y “facultades especiales”. Era menester
organizar una “república posible”,
con un ejecutivo fuerte, como paso previo a la república verdadera; “en vez de dar el despotismo a un hombre,
es mejor darlo a la ley” dirá, sin mencionar jamás las facultades
extraordinarias, que eran las que habían ejercido los gobernadores hasta la
sanción de la Constitución de 1853.
Cabe destacar dentro de estas amplias facultadas pregonadas
por Alberdi, la cláusula propuesta en su proyecto en el artículo 28 donde
preveía la declaración del estado de sitio suspendiendo el imperio de la
constitución; aunque, como en el texto constitucional vigente, “la autoridad en tales casos ni juzga ni
condena, ni aplica castigos por sí misma, y la suspensión de la seguridad
personal no le da más poder que el de arrestar o trasladar las personas a otro
punto de la Confederación, cuando ellas no prefieran salir fuera”. Nos dice
Alberdi, en la nota a este artículo que la norma está tomada de la constitución
de Chile “y es una de las que forman su
fisonomía distintiva y su sello especial a que debe este país su larga
tranquilidad” (Alberdi, 2004, p. 292).
Entre las atribuciones del Congreso se contemplaba: “Dar facultades especiales al poder
ejecutivo para expedir reglamentos con fuerza de ley, en los casos exigidos por
la constitución” (artículo 67, inciso 7º). A su vez el Poder Ejecutivo podía
reglamentar las leyes (artículo 85, inciso 2º), tenía las facultades de
iniciativa en la sanción de las leyes, en concurrencia con los miembros del
Congreso (artículo 71), y poder de veto sobre las sanciones del Congreso
(artículo 73). (Alberdi, 2004, p. 296).
La garantía que Alberdi estableció frente a ese Poder
Ejecutivo con amplias facultades fue la prohibición de reelección del
Presidente por el intervalo de un período. Esta prohibición la fundaba en una
nota:
“Admitir
la reelección, es extender a doce años el término de la presidencia. El
Presidente tiene siempre medios de hacerse reelegir, y rara vez deja de
hacerlo. Toda reelección es agitada, porque lucha con prevenciones nacidas del
primer período; y el mal de la agitación no compensa el interés del espíritu de
lógica en la administración, que más bien depende del ministro”
(Alberdi, 2004, p. 296).
El Congreso Constituyente de 1853 tomó los lineamientos
básicos del Proyecto de Alberdi en lo referente al Poder Ejecutivo, pero quiso
establecer un sistema de división de poderes más estricto, eliminando la
facultad del Ejecutivo de legislar por delegación del Congreso (como ocurría
cuando los gobernadores ejercían facultades extraordinarias) y sancionó el
artículo 29, sin antecedentes en el derecho comparado, que recoge nuestra
experiencia institucional sobre “facultades
extraordinarias” y “suma del poder
público”.
La
Constitución de 1853.
El Congreso Constituyente de 1852-53 atenuó las funciones
que Alberdi proponía para el Poder Ejecutivo, condenando el ejercicio de
facultades legislativas por el Poder Ejecutivo al que no le otorgó “facultades de un rey”, “facultades omnímodas”, o “facultades especiales”, ni el poder de
legislar por delegación del Congreso; atribuciones éstas que nuestra historia
constitucional llama “facultades
extraordinarias” y condenó el ejercicio de las mismas.
Pero el Poder Ejecutivo que surgió del Congreso Constituyente
fue un ejecutivo fuerte, capaz de llevar adelante las tareas históricas que
Alberdi proponía para el país, con mayores atribuciones que el ejecutivo
norteamericano. Ese ejecutivo fuerte se definía por la posibilidad efectiva de
llevar a la práctica sus decisiones y no por su predominio sobre los restantes
poderes del estado, que tenían determinada su propia competencia, de acuerdo
con el principio de la división de poderes.
“El
Poder Ejecutivo de la Nación –estableció la Carta
Constitucional de 1853- será desempeñado
por un ciudadano con el título de Presidente de la Confederación”.
Éste es Jefe Supremo de la Confederación, toma a su cargo
la Administración general del País, participa en la formación de leyes, y las
promulga o veta; expide reglamentos para su ejecución; convoca al Congreso y
prorroga sus sesiones; efectúa nombramientos y remociones; ejerce los derechos
de Patronato; puede indultar; recauda rentas; concluye y firma tratados
internacionales; es Comandante en Jefe de todas las fuerzas de la
Confederación; dispone de ellas y corre con su organización; declara la guerra
con autorización del Congreso y el estado de sitio; usa de facultades
extraordinarias en caso de conmoción interior dando cuenta al Congreso, etc. La
institución del Ministro, que refrenda y responde ante el Poder Legislativo, no
mengua sin embargo la figura presidencial que impone su supremacía. En la
reforma de 1860 se modificó solamente su nombre, llamándosele “Presidente de la
Nación” y en las sucesivas reformas hasta 1994 no sufrió grandes cambios.
El Presidente concentró así en ésta primera etapa cuatro
jefaturas: del Estado, del Gobierno, de la Administración, y de la Ciudad de
Buenos Aires. La última le fue quitada con la reforma de 1994, conservando el
Ejecutivo nacional las tres primeras.
Diferencias
entre el presidencialismo Argentino y el Norteamericano.
Por ser sus circunstancias históricas y su idiosincrasia
distinta, el presidencialismo del sur se diferenciará notablemente del
presidencialismo del norte, caracterizándose el primero por acrecentar la
supremacía del Poder Ejecutivo sobre los demás poderes federales y estaduales.
Podemos señalar así que:
- El presidente argentino duraba 6 años en su cargo y no
podía ser reelegido sino pasado un período (art.71º de la Constitución de
1853); el del país del norte duraba 4 y podía ser reelecto (artículo II Sección
I. 1 de la de Estados Unidos), hasta la Enmienda XXII (1951) que sólo lo
permitió por una sola vez.
- En Argentina, el Presidente de la Nación debe tener al menos
30 años y hacer nacido en el territorio argentino o ser hijo de ciudadano
nativo, habiendo nacido en país extranjero (art.73º); el de Estados Unidos debe
tener al menos 35, ser ciudadano o haberlo sido al tiempo de dictarse la
Constitución, y haber residido 14 años en el país (Art. I Sección I. 4).
- Nuestro presidente concluye y firma tratados
internacionales, con la aprobación del Congreso (art. 64º inciso 19 y 83º
inciso 14); el de Estados Unidos con consulta y aprobación del Senado, con el
voto de las dos terceras parte de los presentes (Art. I Sección II, 2).
- En nuestro país el presidente debía pertenecer a la
religión católica, apostólica y romana (art. 73º) y juraba por Dios y los
Santos Evangelios (art.77º), porque ejercía el patronato nacional para proponer
la designación de los obispos de las iglesias catedrales (art. 83º inc. 8), y
concedía el pase o exequátur de los documentos dela Iglesia (art. 83º inc. 9).
Estas atribuciones las tuvo hasta que se firmó en 1966 el Acuerdo con la Santa
Sede y se las suprimió en el Texto de nuestra Ley Fundamental en la reforma de
1994. Las mismas nunca las tuvo el presidente norteamericano.
- El presidente argentino es jefe supremo de la
Confederación (desde 1860 de la Nación) e inmediato de la Capital Federal hasta
1994, y tenía a su cargo la administración general del país (art. 83º inciso 1
y 3); lo que tampoco son atribuciones reconocidas al norteamericano por su
Constitución.
- Nuestro presidente era asistido por cinco ministros (art.
84º; en la reforma de 1898 se subió a 8 y en la de 1994 se dejó que la ley
fijara el número), que refrendan y legalizan con su firmas los actos que emite,
y de los que son responsables solidariamente (art. 85º), que pueden asistir a
las sesiones del Congreso y formar parte de sus debates, pero no votar (art.
89º), o ser llamado por alguna de las cámaras para recibir explicaciones e
informes que estime convenientes, procedimiento que los reglamentos internos de
las mismas denominan interpelación (art. 60º); la Constitución de Filadelfia no
preveía este tipo de funcionarios y procedimientos, aunque en la práctica
constitucional el primer mandatario es asistido por secretarios, que designa
con acuerdo del Senado, y que atienden los distintos departamentos de estado.
- El primer mandatario argentino “Expide las instrucciones y reglamentos que sean necesarias para la
ejecución de las leyes” (art. 83º inc. 2) y participa de la formación de
las mismas, las sanciona y promulga (art. 83º inc. 3); estas facultades no
están previstas en la Carta Fundamental de Estados Unidos, que sólo dispone que
el presidente “cuidará de que las leyes
tengan su debido cumplimiento” (art. II Sección III). Ambas Constituciones
prevén que el Presidente puede aprobar y promulgar las leyes expresamente o en
forma tácita, transcurrido el plazo de diez días (art. 67º dela Argentina y
art. I Sección VII 2 de país del norte). Pueden, además, observar las leyes
sancionadas por el Congreso, el que a su vez puede insistir con el voto de los
dos tercios de ambas cámaras para ser sancionadas y promulgadas (Art. 69º de la
Constitución Nacional y art. I Sección VII 2 de la estadounidense).
- Nuestro Presidente declara el estado de sitio, instituto
no previsto en la Constitución de Estados Unidos y que nuestros constituyentes
tomaron de la Constitución de Chile de 1833, en caso de ataque exterior, con
acuerdo del Senado, y en caso de conmoción interior cuando está en receso el
Congreso (Art. 83º inciso 19).
- El presidente en los Estados Unidos puede mandar
suspender la ejecución de las sentencias y concede indultos por delitos
federales (art. II Sección II 1); en cambio en nuestro país puede indultar y,
además, conmutar penas, también por delitos federales (art. 83º inciso 6).
- El Congreso de los Estados Unidos declara la guerra (Art.
I Sección VIII), en cambio en nuestra Constitución lo tiene que hacer el
presidente, con autorización del Congreso, que declara la guerra o hace la paz (Arts.
83º inciso 18 y 64º inciso 23).
El hiper-presidencialismo
La reelección presidencial y la elección directa del
presidente y vicepresidente en distrito único, suprimiéndose la anterior
elección indirecta mediante colegio electoral, han fortalecido exponencialmente
la autoridad presidencial, visualizándoselo como el jefe político de la
República, unido todo ello a la concentración en el manejo de los fondos
públicos. En tal sentido la reelección genera la utilización de los recursos
públicos a favor de ese objetivo, al cual se vuelca la obra pública, la
utilización de la asistencia social y la publicidad oficial, ante la ausencia
de restricciones legales suficientes.
Es un hecho comprobable que el presidencialismo, muy lejos
de “atenuarse”, ha incrementado su protagonismo e influencia en la vida
política e institucional, y continua siendo el “centro de gravedad” del poder.
Así, a las fuertes atribuciones que la Constitución
originaria concentró en el presidente argentino, se fueron agregando otras que
provinieron tanto de la reforma como de la práctica, configurando lo que Carlos
Santiago Nino denominó “hiper-presidencialismo”.
Según este autor, han confluido una cantidad de razones
originadas en la práctica constitucional que han encumbrado al Ejecutivo en
desmedro de los otros poderes del Estado, toda vez que menciona un
“debilitamiento” del Legislativo y una “declinación” del Poder Judicial a
ejercitar las facultades de control que le son propias. Sin duda la causa más
importante de esa deformación ha sido la interrupción de la cultura y las prácticas
democráticas que favorecieron las decisiones concentradas en desmedro del
debate democrático. Para Nino, ésa es una de las razones por las que los
intereses corporativos se nuclearon en derredor de la figura presidencial. El
diagnóstico general de esa situación es que el Poder Ejecutivo salió ganancioso
no sólo frente a las otras dos ramas del Poder Federal, sino también frente a
los gobiernos provinciales, ocurriendo en los hechos —de manera paralela— un
debilitamiento del federalismo.
Al referirse a la presidencia hipertrofiada, según el texto
constitucional originario de 1853, sostenía que: “Esta somera revisión de las facultades que los Presidentes fueron
adquiriendo por una interpretación extensiva de cláusulas constitucionales, por
claudicación de los otros poderes del Estado, o por un ejercicio liso y llano
de la musculatura política, muestra que, desde el punto de vista normativo, el
presidente argentino es, como lo preveía Alberdi, un verdadero monarca, aunque
a diferencia de lo que él suponía, sus facultades regias no han sido óbice para
la inestabilidad de los gobiernos y los abusos de poder frente a los derechos
de los ciudadanos. También se confirma, con la desvaluación del espíritu y
muchas veces de los textos constitucionales, en la concesión y asunción de
facultades extraordinarias por parte del Presidente, la tendencia a la
ajuridicidad que ha sido una constante en nuestra práctica
político-institucional, aún en períodos de jure” (Cfr. Nino, 2013, p.529).
El Presidente Argentino, invistió así progresivamente, la
mayor concentración formal y material de poder del sistema político.
Conclusión.
Desde los orígenes de nuestros antecedentes
institucionales, según hemos descripto, el órgano ejecutivo ha poseído una
acentuada envergadura con cierto predominio sobre el rol gubernamental de los
órganos legislativo y judicial. Esta tendencia histórica, llevó a Alberdi a
definirlo como un "Ejecutivo
fuerte", afirmando la necesidad de un "presidente constitucional" que pueda asumir las
facultades de un rey, en el instante que la anarquía le desobedece como "presidente republicano”.
A la vez, este fortalecimiento originario, se vio
acrecentado por un largo proceso de concentración de poderes, períodos de
factos, intervenciones federales (“ese
cementerio de nuestras libertades” describiría Nino), en el que fueron
perdiendo entidad los demás poderes federales como así también los locales.
Tal vez sea la hora de pensar nuevas alternativas a la hora
de establecer los frenos y contrapesos de una república democrática. Señala el
politólogo francés Pierre Rosanvallón que “En
la era del predominio del Poder Ejecutivo la clave de la democracia está en las
condiciones del control que sobre el ejerza la sociedad”. (Rosanvallón,
2015, p. 24)
El paso de una mera democracia de autorización o delegación
donde los ciudadanos son soberanos por un día, a una democracia de ejercicio
donde el elector practica su ciudadanía activamente, parece ser la clave del
control en la era presidencial gobernante.
Solo así podremos decir de los argentinos, lo que el joven
Alberdi referenció del pueblo inglés en su Fragmento Preliminar al Estudio del
Derecho: “Quemad todas las leyes escritas
en Inglaterra; su constitución quedará viva e intacta en el modo de ser de cada
inglés”. Porque “la Constitución, la
libertad, autoridad, no se escribe, se hace; no se decreta, se forma; se hace
por la educación. No se hace en el Congreso, se hace en la casa, en el hogar.
No vive en el papel, vive en el hombre”. (Galleti, 1987, T2, p. 337).
Es menester pues consolidar una cultura cívica y
constitucional que haga realidad lo que queda escrito en el papel.
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doctrinal y jurisprudencial (T. IV). Buenos Aires, Argentina: Hammurabi.
- Ternavasio, M. (2007) Gobernar la Revolución. Poderes en
disputa en el Río de la Plata 1810-1816. Buenos Aires, Argentina: Siglo
Veintiuno.
[1] Cf.
PÉREZ GUILHOU, “Las ideas monárquicas en el congreso de Tucumán”. Depalma:
1966.
[2] La ley
de Poder Ejecutivo permanente dictada por el Congreso Constituyente de
1824-1827, es la que pone en marcha por primera vez – aunque por breve tiempo-
la institución de la Presidencia de la República, siendo designado Bernardino
Rivadavia al efecto. Dicho Poder Ejecutivo ejercería sus funciones hasta el
dictado de la Constitución. Sin embargo las autoridades nacionales terminaron
renunciando y las provincias siguieron relacionándose mediante pactos y
tratados. Para Isidoro Ruiz Moreno en realidad no se trató mas que de un cargo
nominal ya que “no pasando del ámbito
bonaerense el imperio de los funcionarios capitalinos, sus funciones vinieron a
resultar tan locales como las desaparecidas”. Cf. ISIDORO RUIZ MORENO, “La
Federalización de Buenos Aires”. Buenos Aires Emecé: 1980.
* Artículo publicado en Revista de Divulgación Científica “La Huella Educativa”. Cuarto número, año 2017.
* Artículo publicado en Revista de Divulgación Científica “La Huella Educativa”. Cuarto número, año 2017.
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