jueves, 12 de febrero de 2015

Ortega y Gassset y el Estado

¿Estados? ¿Qué es eso? ¡Pues bien, abrid los oídos! 
¡Voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos!
Estado es el nombre que se da al más frío de todos los monstruos fríos. 
El Estado miente con toda frialdad y de su boca sale esta mentira: 
“Yo, el Estado, soy el pueblo”.

Friedrich Nietzsche, “Así habló Así habló Zarathustra”.






Él texto que dejamos a continuación, muy en línea en su interpretación histórico-política con Bertrand de Jouvenel, nos muestra al poder como fuerza motriz humana que impulsa al hombre en la historia. Del impulso individual del hombre primitivo para hacer más seguro su entorno se progresa a una realización más óptima, que se plasma en un conjunto de normas y conductas que constituyen la dimensión social del poder y en la que el hombre, para Ortega, se encuentra perdido, alterado, como en la selva original.

Del poder como impulso de dominio, entonces, se evoluciona al poder social en la que se comprueba el dominio creciente sobre el individuo en esferas cada vez más amplias de su vida cotidiana. Ésta preocupación sobre la intromisión del poder social sobre la intimidad personal es preocupación ya de toda la generación de intelectuales liberales pos revolución industrial, como Stuart Mill y Spencer. Ortega verá comprobada y perfeccionada ésta tesis de dominación en los movimientos autoritarios emergentes a partir de los años 20, y del cuál España fue una de las principales víctimas.

No es casualidad la comparación con el Estado absoluto que hace nuestro pensador. Pues ¿“que era el Estado a fines del siglo XVIII en todas las naciones europeas” en comparación con el Estado Moderno?  ¿Qué es una Corte Real de 50 u 80 personas frente al gigantesco número de funcionarios que comprenden un solo ministerio presidencial? Si, como dice Jouvenel, ni el mismísimo Luis XIV tenía una policía administrativa a su disposición como tiene cualquier presidencialismo actual.

Del texto resulta patente la predilección de Ortega y Gasset de resistir todo abuso de estatificación de la sociedad para no precipitarse en el abismo de las dictaduras. Pues para él, como para Hobbes dos siglos antes, no hay poder sobre la Tierra que se parezca al Leviatán.

Texto extraído de la Rebelión de las Masas:

[…] Rememórese lo que era el Estado a fines del siglo XVIII en todas las naciones europeas. ¡Bien poca cosa! El primer capitalismo y sus organizaciones industriales, donde por primera vez triunfa la técnica, la nueva técnica, la racionalizada, habían producido un primer crecimiento de la sociedad. Una nueva clase social apareció, más poderosa en número y potencia que las preexistentes: la burguesía. Esta indina burguesía poseía, ante todo y sobre todo, una cosa: talento, talento práctico. 

Sabía organizar, disciplinar, dar continuidad y articulación al esfuerzo. En medio de ella, como en un océano, navegaba azarosa la «nave del Estado». La nave del Estado es una metáfora reinventada por la burguesía, que se sentía a sí mismo oceánica, omnipotente y encinta de tormentas. Aquella nave era cosa de nada o poco más: apenas si tenía soldados, apenas Si tenía burócratas, apenas si tenía dinero. Había sido fabricada en la Edad Media por una clase de hombres muy distintos de los burgueses: los nobles, gente admirable por su coraje, por su don de mando, por su sentido de responsabilidad. Sin ellos no existirían las naciones de Europa. Pero con todas esas virtudes del corazón, los nobles andaban, han andado siempre, mal de cabeza. Vivían de la otra víscera. De inteligencia muy limitada, sentimentales, instintivos, intuitivos; en suma, «irracionales». Por eso no pudieron desarrollar ninguna técnica, cosa que obliga a la racionalización. No inventaron la pólvora. 

Se fastidiaron. Incapaces de inventar nuevas armas, dejaron que los burgueses -tomándola de Oriente u otro sitio- utilizaran la pólvora, y con ello, automáticamente, ganaran la batalla al guerrero noble, al «caballero», cubierto estúpidamente de hierro, que apenas podía moverse en la lid, y a quien no se le había ocurrido que el secrete eterno de la guerra no consiste tanto en los medios de defensa como en los de agresión; secrete que iba a redescubrir Napoleón. Como el Estado es una técnica -de orden público y de administración-, el «antiguo régimen» llega a los fines del siglo XVIII con un Estado debilísimo, azotado de todos lados por una ancha y revuelta sociedad. La desproporción entre el poder del Estado y el poder social es tal en ese momento, que, comparando la situación con la vigente en tiempos de Carlomagno, aparece el Estado del siglo XVIII como una degeneración. El Estado carolingio era, claro está, mucho menos pudiente que el de Luis XVI; pero, en cambio, la sociedad que lo rodeaba no tenía fuerza ninguna. El enorme desnivel entre la fuerza social y la del poder público hizo posible la revolución, las revoluciones (hasta 1848).

Pero con la revolución se adueñó del poder público la burguesía y aplicó al Estado sus innegables virtudes, y en poco más de una generación creó un Estado poderoso, que acabó con las revoluciones. Desde 1848, es decir, desde que comienza la segunda generación de gobiernos burgueses, no hay en Europa verdaderas revoluciones. Y no ciertamente porque no hubiese motives para ellas, sino porque no había medios. Se niveló el poder público con el poder social. ¡Adios revoluciones para siempre! Ya no cabe en Europa más que lo contrario: el golpe de Estado. Y todo lo que con posterioridad pudo darse aires de revolución, no fue más que un golpe de Estado con máscara.

En nuestro tiempo, el Estado ha llegado a ser una máquina formidable que funciona prodigiosamente, de una maravillosa eficiencia por la cantidad y precisión de sus medios. Plantada en medio de la sociedad, basta con tocar un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social.

El Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización. Y es muy interesante, es revelador, percatarse de la actitud que ante él adopta el hombre-masa. Éste lo ve, lo admira, sabe que está ahí, asegurando su vida; pero no tiene conciencia de que es una creación humana inventada por ciertos hombres y sostenida por ciertas virtudes y supuestos que hubo ayer en los hombres y que puede evaporarse mañana. Por otra parte, el hombre-masa ve en el Estado un poder anónimo, y como él se siente a sí mismo anónimo -vulgo-, cree que el Estado es cosa suya. Imagínese que sobreviene en la vida pública de un país cualquiera dificultad, conflicto o problema: el hombre-masa tenderá a exigir que inmediatamente lo asuma el Estado, que se encargue directamente de resolverlo con sus gigantescos e incontrastables medios.

Este es el mayor peligro que hoy amenaza a la civilización: la estatifícación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos. Cuando la masa siente alguna desventura o, simplemente, algún fuerte apetito, es una gran tentación para ella esa permanente y segura posibilidad de conseguir todo -sin esfuerzo, lucha, duda, ni riesgo- sin mas que tocar el resorte y hacer funcionar la portentosa máquina. La masa se dice: «El Estado soy yo», lo cual es un perfecto error. El Estado es la masa sólo en el sentido en que puede decirse de dos hombres que son idénticos, porque ninguno de los dos se llama Juan. Estado contemporáneo y masa coinciden sólo en ser anónimos. Pero el caso es que el hombre-masa cree, en efecto, que él es el Estado, y tenderá cada vez más a hacerlo funcionar con cualquier pretexto, a aplastar con él toda minoría creadora que lo perturbe; que lo perturbe en cualquier orden: en política, en ideas, en industria.

El resultado de esta tendencia será fatal. La espontaneidad social quedará violentada una vez y otra por la intervención del Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la maquina del gobierno. Y como a la postre no es sino una máquina cuya existencia y mantenimiento dependen de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético, muerto con esa muerte herrumbrosa de la máquina, mucho más cadavérica que la del organismo vivo.

Este fue el sino lamentable de la civilización antigua. No tiene duda que el Estado imperial creado por los Julios y los Claudios fue una máquina admirable, incomparablemente superior como artefacto al viejo Estado republicano de las familias patricias. Pero, curiosa coincidencia, apenas Llegó a su pleno desarrollo, comienza a decaer el cuerpo social. Ya en los tiempos de los Antoninos (siglo II) el Estado gravita con una antivital supremacía sobre la sociedad. Esta empieza a ser esclavizada, a no poder vivir más que en servicio del Estado. La vida toda se burocratiza. ¿Qué acontece? La burocratización de la vida produce su mengua absoluta -en todos los órdenes-. La riqueza disminuye y las mujeres paren poco. Entonces el Estado, para subvenir a sus propias necesidades, fuerza más la burocratización de la existencia humana. Esta burocratización en segunda potencia es la militarización de la sociedad. La urgencia mayor del Estado en su aparato bélico, su ejército. El Estado es, ante todo, productor de seguridad (la seguridad de que nace el hombre-masa, no se olvide). 

Por eso es, ante todo, ejército. Los Severos, de origen africano, militarizan el mundo. ¡Vana faena! La miseria aumenta, las matrices son cada vez menos fecundas. Faltan hasta soldados. Después de los Severos el ejército tiene que ser reclutado entre extranjeros.

¿Se advierte cuál es el proceso paradójico y trágico del estatismo? La sociedad, para vivir mejor ella, crea, como un utensilio, el Estado. Luego, el Estado se sobrepone, y la sociedad tiene que empezar a vivir para el Estado. Pero, al fin y al cabo, el Estado se compone aún de los hombres de aquella sociedad. Mas pronto no basta con éstos para sostener el Estado y hay que llamar a extranjeros: primero, dálmatas; luego, germanos. Los extranjeros se hacen dueños del Estado, y los restos de la sociedad, del pueblo inicial, tienen que vivir esclavos de ellos, de gente con la cual no tiene nada que ver. A esto lleva el intervencionismo del Estado: el pueblo se convierte en carne y pasta que alimentan el mero artefacto y máquina que es el Estado. El esqueleto se come la carne en torno a él. El andamio se hace propietario e inquilino de la casa.

Cuando se sabe esto, azora un poco oír que Mussolini pregona con ejemplar petulancia, como un prodigioso descubrimiento hecho ahora en Italia, la fórmula: Todo por el Estado; nada fuera del Estado; nada contra el Estado. Bastaría esto para descubrir en el fascismo un típico movimiento de hombre-masa. Mussolini se encontró con un Estado admirablemente construido -no por él, sino precisamente por las fuerzas e ideas que él combate: por la democracia liberal-. Él se limita a usarlo incontinentemente; y sin que yo me permita ahora juzgar el detalle de su obra, es indiscutible que los resultados obtenidos hasta el presente no pueden compararse con los logrados en la función política y administrativa por el Estado liberal. Si algo ha conseguido, es tan menudo, poco visible y nada sustantivo, que difícilmente equilibra la acumulación de poderes anormales que le consiente emplear aquella máquina en forma extrema.

El estatismo es la forma superior que toman la violencia y la acción directa constituidas en norma. Al través y por medio del Estado, máquina anónima, las masas actúan por sí mismas.

Las naciones europeas tienen ante sí una etapa de grandes dificultades en su vida interior, problemas económicos, jurídicos y de orden público sobremanera arduos. ¿Cómo no temer que bajo el imperio de las masas se encargue el Estado de aplastar la independencia del individuo, del grupo, y agostar así definitivamente el porvenir?

Un ejemplo concrete de este mecanismo lo hallamos en uno de los fenómenos más alarmantes de estos últimos treinta años: el aumento enorme en todos los países de las fuerzas de Policía. El crecimiento social ha obligado ineludiblemente a ello. Por muy habitual que nos sea, no debe perder su terrible paradojismo ante nuestro espíritu el hecho de que la población de una gran urbe actual, para caminar pacíficamente y acudir a sus negocios, necesita, sin remedio, una Policía que regule la circulación. Pero es una inocencia de las gentes de «orden» pensar que estas «fuerzas de orden público», creadas para el orden, se van a contentar con imponer siempre el que aquéllas quieran. Lo inevitable es que acaben por definir y decidir ellas el orden que van a imponer -y que será, naturalmente, el que les convenga.

Conviene que aprovechemos el roce de esta materia para hacer notar la diferente reacción que ante una necesidad pública puede sentir una u otra sociedad. Cuando, hacia 1800, la nueva industria comienza a crear un tipo de hombre -el obrero industrial- más criminoso que los tradicionales, Francia se apresura a crear una numerosa Policía. Hacia 1810 surge en Inglaterra, por las mismas causas, un aumento de la criminalidad, y entonces caen los ingleses en la cuenta de que ellos no tienen Policía. Gobiernan los conservadores. ¿Qué harán? ¿Crearán una Policía? Nada de eso. Se prefiere aguantar, hasta donde se pueda, el crimen. «La gente se resigna a hacer su lugar al desorden, considerándolo como rescate de la libertad.» «En París -escribe John William Ward- tienen una Policía admirable; pero pagan caras sus ventajas. Prefiero ver que cada tres o cuatro años se degüella a media docena de hombres en Ratcliffe Road, que estar sometido a visitas domiciliarias, al espionaje y a todas las maquinaciones de Fouché». Son dos ideas distintas del Estado. El inglés quiere que el Estado tenga límites.


La Rebelión de las Masas, Capítulo XIII – “El mayor peligro, El Estado”, 1937.

domingo, 1 de febrero de 2015

El arco posible de la República

Escribo esto convencido que lo ideal y más sano en una democracia moderna y consolidada es que coexistan, convivan y se alternen en el poder dos polos mayoritarios que aglutinen las grandes voluntades: uno de centro-izquierda y otro de centro-derecha.

Convencido también que, a grandes rasgos, podría el primer polo, de carácter mas progresista y humanista, ser representado por partidos como la Coalición Cívica – ARI de Elisa Carrió, el Partido Socialista de Hermes Binner y la Unión Cívica Radical que hoy conduce Ernesto Sanz. El segundo polo, más liberal o conservador, por partidos como el PRO de Mauricio Macri.

El problema resulta cuándo en una democracia en desfalco como la nuestra, aunque joven y tratando de aprender aún de sus errores, consolida por largo tiempo en el poder un único polo, que a bases de subsidios y control unitario de los recursos nacionales, afianza una hegemonía clientelar y autoritaria.

Una hegemonía que reduce la política a una técnica para suscitar obediencia y que para su mantenimiento, el patrimonialismo clientelar y su uso del Estado como botín de guerra, es una consecuencia ipso facto. Así el Partido Justicialista en el gobierno, en su condición de partido predominante, se transformó en un sistema político en sí mismo. Es el oficialismo y pretende ser su principal oposición al mismo tiempo. Con sus “izquierdas” y sus “derechas”, adaptándose al clima de época, logró colonizar el Estado. Solo así se entiende el hecho fundamental de como el PJ ha gobernado 23 de los últimos 25 años en sus diversas versiones transformistas. Un hecho histórico fenomenal, comparable por historia, métodos y circunstancias al PRI mexicano que denunciaría Octavio Paz en su “Ogro Filantrópico”.

Cuando esto sucede, es responsabilidad de las fuerzas democráticas que defienden el Estado de Derecho y las reglas básicas de la República hacer frente a éste sutil estado de excepción. Sin embargo, por fuera del ámbito del oficialismo, muchos apuestan a la contraposición entre dos alianzas partidarias, una más de centro-izquierda y otra más de centro-derecha.

Y sin duda nuestro sistema político necesita partidos o coaliciones organizados, que propongan las grandes opciones como nuestros vecinos en Chile y Uruguay. Pero también es cierto que no tuvimos muchos de ésos esquemas en el pasado, y por supuesto sería bueno llegar a tenerlos. Ahora bien, es discutible en cambio que ésa sea hoy la opción principal que nos debiera preocupar. Incluso es discutible de que alguna vez lo haya sido, en los años que llevamos de experiencias democráticas.

En momentos donde no hay instituciones, ni Estado, ni república, sino un gran desquicio y desorden político, económico e institucional, es obligación de las fuerzas democráticas crear una opción política donde la principal preocupación pase por garantizar cien años de República, transparencia y bienestar. Una opción que se comprometa a restablecer las instituciones, el Estado y las reglas de juego, que promueva la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción.

Entre quienes piensan  así y coinciden en que ésta es la tarea prioritaria, tienen ideas diferentes sobre el camino final de la República. Algunos querrán un poco más de Estado, otros un poco mas  de mercado. Será una discusión trascendental dentro del marco social y económico que permite la Constitución, pero tal vez no tenga mucho sentido hoy, cuando el Estado y el mercado están corrompidos por el clientelismo y lo seguirán estando si el país es gobernado por alguna variante transformista.

Por ello es que antes es menester construir una fuerza lo más amplia posible entre quienes tienen como prioridad reconstruir las bases republicanas del Estado. Y por ello es importante entender también, como explicaba Sartori, que a la democracia le es tan necesaria el liberal atento a los problemas de la servidumbre política y la iniciativa privada e individual, como el socialdemócrata que lucha por el bienestar, la igualdad y la cohesión social.

El acuerdo entre Carrió y Macri y la intención de sumar a los radicales, debe entenderse así como el mejor intento en los últimos años de reconstruir lo que el gran político alemán Konrad Adenauer denominaba “el arco posible de la República”. La CC-ARI, el PRO y la UCR tienen en sus manos hoy esa construcción. Dependerán también de que la opinión pública pueda ayudarlos para nunca más el país vuelva a  caer en la tentación de la trampa populista.